Domingo XXII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

La humildad: Ojos para ver al Señor

Autor: Padre Javier Leoz

 

 

 “Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lc14,1.7-14)

Cuando uno aprovecha la oportunidad de viajar hasta Tierra Santa y visitar la Basílica de la Natividad no tiene otra opción, si desea entrar hasta la gruta donde nació Cristo, sino agacharse para poder acceder por una pequeña puerta denominada precisamente “la puerta de la humildad”.

Abrir el evangelio de este domingo veraniego es caer en la cuenta  de que a Dios se le gana y se llega mejor con una de las actitudes más sublimes y  más escasas en la vida del ser humano: la humildad.  El orgullo lo adquirimos por naturaleza y, la humildad, es bendición de Dios.

Sólo los humildes fueron capaces de reconocer y de ver al Salvador. Los engreídos levantaron tan gigantescos muros de preceptos y de prejuicios delante de sí mismos que se quedaron petrificados en su  propia arrogancia. Fueron incapaces de sentarse a compartir el festín por pensar que eran los primeros en todo y que no había nada que se les escapara a su entendimiento. Tan en primera línea pretendieron estar que, otros desde más atrás, contemplaron, gustaron y presenciaron la novedad que les traía Jesús con mayor nitidez y acogida.

A Jesús se llega más rapidamente por la senda de la humildad; cuando somos capaces de confrontarnos a nosotros mismos con valentía y reconociendo equivocaciones o errores. Nuestra postura ante Dios no puede ser de orgullo o autosuficiencia. Alguien con cierta razón sentenció: “el orgullo es una lente sucia que nos impide sentir, seguir y vivir a Dios”. Lo intuyeron, precisamente por todo  lo contrario, María, José, El Bautista y tantos hombres y mujeres de bien que supieron vestir la humildad no por apariencia y sí  con el convencimiento de que, ese gran don,  era el camino privilegiado para seguir las huellas de Jesús Maestro. Y es que es así; cuando somos gigantes en humildad estamos más cerca de lo auténticamente grande. Es un camino hacia la grandeza de Dios.

Qué bien lo expresó todo esto el cantautor argentino Facundo Cabral cuando dice que la humildad es dejarse mover por la mano de Dios:

Aprende del agua porque el agua es humilde y 
generosa con cualquiera, aprende del agua que toma 
la forma de lo que la abriga: en el mar es ancha,
angosta y rápida en el río, apretada en la copa, sin
embargo, siendo blanda, labra la piedra dura.

Aprende del agua que por graciosa se te escurre entre
tus dedos, tan graciosa como la espiga que se somete 
a los caprichos del viento y se dobla hasta tocar con
su punta la tierra, pero pasado el viento la espiga
recupera su erguida postura, mientras el roble, que
por duro no se doblega, es quebrado por el viento.

Se blando como el agua para que el Señor pueda
moverte graciosamente en cumplimiento de tu destino,
y serás eterno como EL, porque sólo el que se
deja trascender por lo trascendental será trascendente

Aún así, en el momento crucial que estamos viviendo respecto a las raíces cristianas de Europa y en otras tantas latitudes, no es bueno confundir humildad con cobardía o con decir que “sí” a todo y por todo. Algunos, a los que les molesta las más de cuatro verdades de Jesús de Nazaret, pretenden convencernos que la Iglesia ha de ser más humilde. ¿Más humilde en qué y de qué?. ¿Humilde para presentar un mensaje descafeinado que no duela a los poderosos y grandes del mundo? ¿Humilde  y vergonzante de sí misma y replegada en los atrios sagrados? ¿Humilde y perezosa para presentar con fuerza la vigorosidad de su mensaje? ¿Humilde y temerosa porque ya no ocupa lugares privilegiados como represalia por no comulgar con ruedas de molino? ¿Humilde y cobarde para no llamar a las cosas por su nombre?.

Una cosa es la humildad y otra, muy distinta por supuesto, es pretender relegar a los últimos puestos lo que consideramos muchos de nosotros puede contribuir (con sus más y sus menos) al desarrollo íntegro (espiritual y material) de nuestros pueblos.

La humildad, bien entendida, es hermana de la sinceridad y de la valentía.

Ser los últimos, al estilo de Jesús, tal vez implica ser los primeros en defender a tiempo y a destiempo (guste o no guste) ciertos valores cristianos y humanos que, por ser rechazados es sinónimo de una etapa en clara decadencia. Y por ello mismo….tal vez conlleve el que seamos los últimos en el mundo para, según los parámetros de Dios, estar un poco más adelante en los asientos del cielo.

Sólo así podremos identificarnos más a Cristo, ser exaltados por El en el momento oportuno y ser abrazados con un cuidado definitivo.