Domingo XVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

¡Dios! El auténtico tesoro

Autor: Padre Javier Leoz

 

“Lo que has acumulado, ¿de quién será?” (Lc 12,13-21)

En cierta ocasión murió un hombre profundamente creyente. Durante toda su vida intentó llevar una vida sencilla y sin estridencias. Cerró los ojos al mundo con la misma serenidad con la que los mantuvo abiertos ante los muchos acontecimientos que se le presentaron en su caminar.
Desde siempre le preocupó querer y disfrutar aquello que hacía. Y, por ello mismo, antes de presentarse ante Dios les dijo a los suyos: “temo que Dios pueda decirme que no estuve suficientemente pendiente de El”.
Cuando se presentó ante Dios, el hombre creyente, dijo: “perdóname si mis fuerzas las dediqué más a lo material que hacia lo espiritual”. Dios le contestó: “¡Cómo puedes decir eso amigo mío?.”. Cada mañana cuando despertabas me ofrecías tu trabajo. Después de realizarlo me dabas las gracias por la fuerza que yo te inspiraba. Cuando, a final de mes, te correspondían con el sueldo, supiste dejar una parte aunque fuera muy pequeña, para las necesidades de los otros. En varias ocasiones, y por tu posición en la empresa, tuviste oportunidad de haberte convertido en un pequeño ladronzuelo y, por si fuera poco, nunca pudo contigo el afán de poseer o de aparentar lo que no podías alcanzar. Entra amigo y disfruta de este gran paraíso”.

Estamos metidos de lleno en este verano del 2004 y, cuando leo el evangelio de este primer domingo de agosto, concluyo que la vida entera es un prolongado tiempo estival (en unos dura más que en otros) donde tenemos dos opciones: 
-o dedicarnos a un simple y caduco bronceado del cuerpo (el sol achicharrante del materialismo puro y duro)
-o procurar un bronceado más profundo que afecte también al alma que llevamos dentro (la brisa que de diversas maneras Dios nos sopla)

¿CÓMO SE BRONCEA EL CUERPO?
Con el gel de “la codicia” nos creemos administradores y dueños de todo. Luego, cuando discurre el tiempo, vemos que con el dinero no puede añadir ni un día más a nuestra vida o a la salud del cuerpo.
Con el bronceador de “la ambición” olvidamos que somos caducos y hasta nos puede producir ceguera para lo espiritual. Pasan los años y nos damos cuenta que no llena de felicidad el mundo de las cosas sino el mundo de Dios
Con la loción del “trabajo como ganancia” tendremos más pero, tal vez, perderemos muchas sensaciones necesarias para ser de verdad felices.
Con la crema de “la riqueza” conseguiremos prestigio y relevancia social pero, cuando nos visite la ruina, ¿nos acompañarán los que nos aplaudieron siendo ricos?.

¿CÓMO SE BRONCEA EL ALMA?
Con el gel de “la conformidad”. Amando y disfrutando de los bienes materiales que uno tiene y, siendo consciente, que el origen de todo está en una fuerza superior: DIOS
Con el bronceador de “la libertad” nos protegeremos del virus de la ambición de ser dioses y de sentirnos prepotentes frente a los demás. Nos daremos cuenta que uno anda mejor por la vida cuando sabe valorar sus propias limitaciones
Con la loción del “trabajo como perfección” sabremos que nunca podrá más la ocupación que el cultivo de la amistad, la oración, la fe, la espiritualidad personal, etc.
Con la crema de “la sobriedad” no estaremos expuestos al sol del egoísmo o de la insolidaridad. Siendo sobrios es como se consigue un camino para dar con la auténtica riqueza de los hijos de Dios.

Todos, desde el momento en que nacemos, me da que tenemos abierta una cuenta corriente en la gran caja de ahorros que existe en el cielo. Una cuenta donde los ángeles administrativos van apuntando los esfuerzos y los intentos que los creyentes vamos haciendo en la tierra para darle brillo y bronceado celestial a nuestra vida cristiana.
Y también todos, desde el instante en que fuimos bautizados, vamos restando a esa cuenta con la ambición y el afán de poseer, el aparentar, el acaparar o el olvido de Dios por dejarnos arrastrar por la seducción de la riqueza.

Qué ilustradora es aquella sentencia: “no es rico quien más tiene sino quien menos necesita”. O también aquella otra: “La avaricia es un constante vivir pobremente por miedo a la pobreza” (San Bernardo de Clairvaux)