El amor gigante de Dios

Lunes IV semana de Cuaresma

Autor: Padre Javier Leoz

 

 


“He venido al mundo para que los que no ven, vean..” (Jn9,1-41)

Nos abrimos a una nueva semana (la de la luz) con este lunes. Estamos ya en la cuarta cuaresma y, con ella, vamos cayendo en la cuenta de lo que debe suponer como renovación interna el llegar a la PASCUA: ser sensibles a los Misterios que vamos a celebrar convirtiéndonos a Dios. No mirar tanto atrás y ver muy de cerca de un Dios comprometido con nuestra salvación, cercano a nuestra vida y sanador de nuestras dolencias. 

Os traigo a la consideración esta sugestiva anécdota: 

Una madre, Gloria, acompañaba todos los días a su hijo al colegio. Era tan grande su aprecio y tan intenso su amor que “todo” le parecía poco para darse lo que más quería: su hijo. Este iba creciendo y, más tarde, pasó del colegio al Instituto. Ella –fiel como el primer día- seguía acompañando a su hijo hasta la misma puerta del centro docente. 

Gloria tenía prácticamente quemado todo su cuerpo; desde las manos hasta los pies, desde el rostro y pasando por los brazos conservaba todas y cada una de las marcas de algún fuego devastador.

Un buen día, después de las clases de la mañana, su hijo volvió a casa y le dijo: “mamá te pido por favor que no me acompañes al Instituto...siento vergüenza y, además, todo el mundo se ríe de ti”.

La madre reaccionó con profundas lágrimas en sus ojos pero, sin mediar palabra, siguió fiel a su misión: le sirvió la mesa y....lejos de amonestar a su hijo le respondió con más generosidad pero, eso sí, respetándole en su petición.

El joven ingresó en la universidad y cuando un fin de semana volvía a su casa, el padre de un gran amigo salió a su paso y le dijo: “oye..quisiera decirte algo. Tal vez jamás nadie te ha hecho saber que las quemaduras de tu madre, las cicatrices de su rostro, la deficiencia en su andar...se debe a que cuando tú eras muy pequeño ella te salvó de un incendio: hizo de escudo entre tu vida y las llamas. Quiero que sepas que tu vida..se la debes a ella”.

El joven marchó corriendo hacia su casa y, subiendo las escaleras de cuatro en cuatro, entró donde estaba su madre diciéndole: “madre perdóname por haber sentido vergüenza de ti; por no haber sabido conocer y agradecer lo que tú hiciste por mí”. La madre le respondió: “yo, lo único que esperaba de ti hijo mío, es que te dieras cuenta de la fuerza inagotable de mi amor”. 

¿Qué por qué digo esto?

Porque el AMOR de DIOS es ilógico. Rompe esquemas, límites y fronteras. Es como una fuente de la que espontáneamente (prescindiendo de si se va hacia ella con cántaros rotos o nuevos, de oro o de plata, de barro o de metal) sigue manando lo que tiene dentro: agua limpia y fresca.

El AMOR de DIOS no sale a flote por el hecho de que el ser humano sea bueno o mediocre. Es un surtidor porque DIOS, simplemente, es BUENO. 

Por ello mismo, como hijos suyos, es bueno buscar en este tiempo una cruz (elevada en el monte o puesta en la cabecera del dormitorio, a la entrada de la Iglesia o colgando en el pecho) y mirándola o sujetándola con la mano poder decirle:

-Te levantaron en la cruz por mí

-Clavaron tus manos por mí

-Ciñeron esa corona de espinas en tu cabeza por mí

-Se burlaron y te escupieron en el rostro por mí

-Te traspasaron y te hicieron mofa por mí

-Diste un grito por mí

-Cerraste los ojos y diste tu vida....por mí 

El Dios de la cruz es, desde entonces, aquel Padre que hizo de escudo entre la mentira y la verdad, entre la perdición y la salvación, entre la caducidad y la eternidad, entre la oscuridad y la luz. 

Aún así ,y a pesar de esa locura del amor de DIOS, muchos siguen avergonzándose de su nombre, limitando su presencia o compañía. Aún así, y a pesar de haber sido la cruz el máximo exponente del amor que DIOS nos tiene, nos cuesta ponernos frente a ella y exclamar: ¡QUE GRANDE TUVO Y QUE GRANDE TIENE QUE SER EL AMOR DE DIOS PARA HACER ESTO POR MI!