No seamos Santos de madera

I Lunes de Cuaresma

Autor: Padre Javier Leoz

 

 

 

“Sed santos porque Dios es santo” (Levítico 19,1-2,11-18)

“Venid benditos de mi Padre” (Mateo 25,31-46) 

Me gusta finalizar las eucaristías dominicales con un “podéis ir en paz y que tengáis una feliz semana”. 

Ser felices implica dirigir nuestras antenas cristianas hacia ese Dios que no deja de emitir millones de ondas de gracia para todos aquellos que están dispuestos a ofrecer una imagen de ser sus hijos y de pertenecer a El. Nuestra vida, sería todavía un desastre mayor, si no estuviese orientada hacia esa fuente de energía espiritual que es el cielo.

Ser felices, en cristiano, es no pensar que nuestra fe es utopía irrealizable en el aquí y en el ahora. En las cosas pequeñas de cada jornada, en un saludo oportuno a quien hace tiempo se le niega, en una sonrisa no postiza hacia el que considero puede ser mi enemigo, etc., uno puede ir siendo santo como Dios lo es. 

Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza. Dios ha puesto dentro de nosotros todo un potencial de amor, de bondad y de entrega, de generosidad y de paz. Puede que, en más de una ocasión, se propague con más velocidad el virus del mal que ese otro buen tejido que todos tenemos. Pues bien, incluso y aún con ese lastre de contradicciones, estamos llamados al desierto, a la reflexión personal, a un reajuste de nuestra vida con el apuntalamiento espiritual que nos ofrece esta cuaresma.

Recuerdo que cuando me preparé a las pruebas del permiso de conducir uno de los monitores me insistía: “no creas que lo importante es saber el código de circulación. Al final…lo que cuenta es la práctica”.

Alcanzar la santidad supone un caminar por la vida revelando (no velando) esa calidad de hijos de Dios que llevamos dentro. Manifestar, sin condiciones ni tregua alguna, que la verdad que llevamos es cumplir la voluntad de Dios.

Que trabajemos a destajo y con empeño allá donde seamos requeridos para que nos vean que, además de ser “divinos”, no somos simples santos de madera guardados del polvo y expuestos en hornacinas de oro.

Conquistar la santidad, lejos de memorizar los preceptos de la ley, conlleva el volcarnos con entusiasmo y sin miramientos en tantos prójimos que caminan junto a nosotros (o tal vez lejos) necesitados de una palabra, ayuda, sonrisa o silencio.

Abrazar la santidad es partir de la base de las dificultades que entraña el anteponer las necesidades de los demás: sólo mirando a la cruz podremos caer en la cuenta y conocer el “truco y la clave que derrite y deshace el corazón de Dios”: dar la vida, a pequeños o grandes trozos, por los demás.

Cuánto y cómo recuerdo aquella anécdota de aquel cristiano devoto que se postraba, rezaba y se emocionaba insistentemente todos los días ante una piadosa imagen del crucificado pero que olvidaba aquellas otras cruces y pruebas que muchos de sus amigos padecían fuera de aquella iglesia. Un día, de madrugada, se encaminó como todos los días a rezar delante de aquel Santo Cristo y se encontró con un gran letrero que ponía: “estoy con aquellos a los cuales tú no te dignas ni a mirar”. Aquel día, además de ser devoto, entendió que su fe le exigía un compromiso mayor con tantos hombres que estaban aplastados y atemorizados por mil circunstancias.

Al final de nuestros amaneceres terráqueos todos tendremos que entregar a Dios, no un folio con preguntas y respuestas sobre los conceptos de la vida cristiana, y sí una agenda de las horas quemadas y de los días señalados donde supimos despojamos de nosotros mismos para que los demás brillasen en algo o fuesen un poco más felices. 

Me gusta eso de “tener madera de santo” y “no ser un santo de madera”. Aunque lo primero sea más difícil de realizar y mucho más fácil de tallar lo segundo.