Fuente y origen

Sin embargo... 

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

Sitio Web

 

Es apenas lógico que la experiencia de Dios, como Padre, exige de antemano otra experiencia anterior, que no es posible obtener sino en el propio hogar. Si nosotros recibimos amor durante nuestra infancia, nos será fácil acceder a Dios para gozar de su ternura. Un poeta, refiriéndose a esa experiencia primaria, donde germinará luego la fe cristiana, la señala “como el hueco en la piedra de una ermita, donde es posible fabricar un nido”. 

Pero, ¿cómo predicar un Dios Padre a tantos y tantas que han nacido en hogares difíciles? Problema que aparece en muchos lugares del mundo. 

Descubrimos una solución que la misma Biblia nos ofrece. 

Juan Pablo I, aquel papa que duró pocos días en la sede de Pedro, nos enseñó en alguna catequesis, que Dios tenía cualidades de madre. No faltaron algunos que se extrañaran ante semejante afirmación. Pero el pontífice explicó cómo Dios, antes de encarnarse en Jesucristo, no era ni hombre ni mujer. Además, que la Biblia hace frecuentes referencias a Dios como a una madre: 

“Como el águila incita a sus polluelos, así El te llevará sobre sus plumas” (Dt 32,11). 

¿Podrá una madre olvidarse del hijo de sus entrañas? Pero yo nunca me olvidaré de ti” (Is 49,15). 

“Yo quisiera arropar a Jerusalén como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas...” (Mt 23,37). 

Y una pequeña parábola de san Lucas, en la cual Jesús nos presenta a Dios con la conducta de una mamá, al hablar de unos siervos que esperan vigilantes a su amo: “Yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, los servirá” (Lc 12,37). 

De otro lado, es posible predicar a Dios Padre ante quienes no han tenido esa experiencia de hogar, porque el aprendizaje humano se realiza por dos caminos: La semejanza y el contraste. Santa Teresita del Niño Jesús logró una honda experiencia del amor de Dios, desde su infancia feliz de niña amada. Por el contrario, san Francisco de Asís, descubrió la paternidad de Dios, a causa de la conducta áspera de Pedro Bernardone, su padre. 

Aquí volvemos al querido Padre Astete: “¿Para qué creó Dios al hombre?”, preguntaba la maestra. Y el niño respondía: “Para conocerle, amarle y servirle en esta vida y después verle y gozarle en la otra”. 

Pero esta frase peca de un dualismo que hoy no podemos admitir. De una parte comprobamos que ese “conocerle, amarle y servirle en esta vida” se convierte, con mucha frecuencia, en un “servirle” con angustia y temor. Y de otro lado, si alcanzamos un nivel suficiente de cristianismo, ya podremos gozar desde ahora de ese amor inmenso de Dios. Sería muy distinta nuestra vida, a pesar de las penas y fracasos, si nos sintiéramos verdaderamente amados por el Señor. “Me amó —escribe san Pablo en singular— y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,20).