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Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Ya en la primera palabra de la oración que Jesús nos enseña, nos invade el primer asombro. El mayor asombro. ¿Es acaso normal que el hombre se vuelva a Dios —el todopoderoso, el autor de los mundos— llamándole sencillamente “padre”? 

Padre, sin más. Es ésta una de esas palabras totales que se empequeñecen si se les añade un adjetivo. Decir “padre bondadoso” es mucho menos que decir sencillamente “padre”. Decir “padre amante” es usar un pleonasmo retórico y estéril. Es que el padre lo es del todo y con todas las consecuencias. 

Es más: “El que es padre es padre ante todo, y el que ha sido una vez padre, ya no podrá ser nunca más que padre”, como escribe Peguy. No se puede ser “un poco padre”, como no se puede ser “muy padre”. Se es no se es, sin añadidos. 

Porque aquí no se dice que Dios nos ame “como un padre”, o que actúe “paternalmente” con nosotros. Se dice rotundamente que es en verdad nuestro padre. 

Tampoco se dice que Dios es para nosotros “como nuestros padres”. Que, en su amor, se parece a los padres humanos. Más bien, habría qué decir que son los padres de la tierra los que participan de su paternidad, los que se parecen a él en eso de ser padres. 

Dios es incluso, para nosotros, padre antes que Dios. El primer mandamiento de la ley no dice: “Adorarás al Señor tu Dios”, sino “Amarás al Señor tu Dios”. El señorío va detrás de amor, detrás de la paternidad. 

Nos confundimos si creemos que la paternidad de Dios sea menor, porque se nos llame “hijos adoptivos” suyos. Esta frase, que quiere simplemente señalar la distinción entre nuestra filiación y la de Jesucristo, puede prestarse a confusiones. Entre los hombres, un padre adoptivo no es un padre verdadero del adoptado; éste no participa verdaderamente de su vida, aun cuando participe de su amor. En cambio, la adopción divina es una auténtica entrega de la misma vida de Dios. “Mirad —dice san Juan—, qué amor singular nos ha concedido el Padre: que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos" (Jn 3,1). 

Ante esta idea de llamar “padre” a Dios, los santos saltaban de gozo. Nosotros nos hemos acostumbrado. Pero esta forma de dirigirse a Dios no es tan evidente como alguien podría suponer. Hacía falta que Jesús nos diera su permiso y nos alentara para invocar a Dios, con esta palabra tan íntima y familiar. Esta fue la gran revelación de Jesús. 

No porque él fuera el primero en usarla, sino porque la usó de un modo y una forma que jamás nadie había empleado. 

En realidad, ya en el antiguo Oriente, y desde el segundo y tercer milenio antes de Cristo, los hombres hablaban de la paternidad de Dios. En oraciones sumerias, anteriores a Moisés y a los profetas, encontramos la invocación de “padre” dirigida al Señor. En el Himno de Ur a Sin, divinidad de la luna, se habla de Dios como de un “padre magnífico y misericordioso, en cuya mano está la vida de la nación entera”. Y en catorce pasajes del Antiguo Testamento, oímos denominar a Dios como padre y al pueblo de Israel como hijo suyo. 

Pero este nombre toma un carácter completamente distinto en el Nuevo Testamento. Aparte de multiplicarse el número de veces que se usa (sólo en los evangelios son 170), nos encontramos con que, en las oraciones de Jesús y en el comienzo del Padrenuestro, él emplea un vocablo que jamás se había dirigido a Dios: Abbá. El nombre con que el niño pequeñito se dirigía a su padre. 

El Talmud escribe: “Cuando un niño prueba el gusto del cereal (es decir cuando lo destetan), aprende a decir abba e imma (papá y mamá). Son éstas las primeras palabras que el niño balbucea. Nadie, antes de Jesús, se había atrevido a dirigir a Dios una palabra de uso tan íntimo y familiar. Jesús, en cambio, usa siempre esta palabra y la coloca al principio de la oración que pone en nuestros labios. Con ella nos introduce en una familiaridad con Dios que nadie había sospechado antes. Es la total confianza. 

Dios no es para nosotros sólo un “padre”, más o menos metafórico, es lo que es el papá para el bebé que aprende a balbucear. ¿No es esto acaso un giro decisivo, en la historia de las relaciones del hombre con Dios”. 

(MARTIN DESCALZO, José Luis, Vida y misterio de Jesús, Ediciones Sígueme. Salamanca). 

 

Amanece sobre el río Ucayali 

Los indígenas Shippibo-Conibo, a quienes acompañamos los Misioneros de Yarumal en el vicariato de Pucallpa (Perú), son muy madrugadores. Antes de las cinco de la mañana, ya empieza a agitarse el caserío. Muy temprano comienzan a humear las cocinas. 

Los hombres salen a pescar de madrugada y los demás van por leña o traen agua desde el río. Cuando está listo el chapo (bebida de plátano maduro), las mujeres empiezan a servir enormes tazones para los de casa, para invitar a los vecinos y cuantos pasen por el frente del rancho. 

Si estamos de correría por las comunidades, ordinariamente nos levantamos con la gente y compartimos sus actividades. Siempre hay algo qué hacer. Más tarde, después de la oración, podemos estudiar un buen rato, preparar material de trabajo y escuchar a la gente que nos llega. A la tarde, tiene lugar una comida comunitaria. Se juntan los vecinos y cada uno aporta lo que tiene o lo que ese día ha conseguido. Para comer, ellos siempre se dividen en dos grupos: De un lado las mujeres con los niños. Del otro, los hombres. 

Más adelante, nos reunimos con los mayores y los jóvenes para algunas charlas de orientación. Allí se habla de todo, porque a ellos les gusta mucho preguntar. Todo lo quieren saber. Es una oportunidad admirable para evaluar e impulsar la marcha de la comunidad. 

Les explicamos sobre derechos humanos, cuestiones de alimentación y de salud. Les contamos lo que ha sucedido en otras comunidades y en el resto del país. 

El creciente contacto de estos hermanos con la llamada cultura envolvente, el intercambio con los comerciantes de la región, madereros y pescadores, nos ha movido a explicarles el manejo de las pesas y las medidas y unas mínimas nociones de matemáticas, para que no se dejen engañar. 

En otras comunidades donde hay enseñanza escolarizada, gastamos buen tiempo con los alumnos, ayudándoles en las diversas materias. 

Con todo esto buscamos crearles una conciencia crítica, para que examinen y valoren su propia cultura y los elementos foráneos que les llegan. 

Hacia las cinco de la tarde tampoco puede faltar el deporte, de preferencia el fútbol. También a veces se organizan partidos de voleybol. Acto seguido, todos a bañarse. 

En la noche, volvemos a reunirnos con la comunidad, para hablar más expresamente de temas religiosos. Allí ellos comparten con nosotros cosas maravillosas de sus creencias sobre Dios, el hombre y la naturaleza. 

Buscamos hacerlos conscientes de su riqueza espiritual y de los muchos regalos que Papá Dios ha dado a su cultura. Queremos que descubran, desde su propia realidad y desde sus tradiciones, que el Señor siempre ha estado presente con ellos, en sus mitos, en sus hermosas leyendas, en su religión y en su historia. 

Pero les insistimos en que ellos son también hijos predilectos de Dios y están llamados a participar en el plan de salvación que reveló Jesucristo. 

A través de estos encuentros, poco a poco, detectamos los líderes que luego recibirán una preparación especial. Estos serán los más capacitados anunciadores de un Evangelio, encarnado en su propia cultura y compartido en el propio lenguaje. Esos líderes pueden inculturar el mensaje de Cristo, tarea que nosotros no podemos realizar sino en parte. 

 

Nuestra comunidad 

Los Shipibo-Conibo son alegres y espontáneos. Poseen un gran sentido del humor, son trabajadores y muy hospitalarios. Del fruto de su sementera y de su pesca todos participan, así como todos colaboran en las mingas (convites), para preparar la chagra (huerta), o recoger la cosecha. Comparten amigablemente el plátano, la yuca, las frutas y el pescado, por lo menos algunas especies. 

Esto no quita que otros pescados de más valor los salen y conserven, para venderlos a los comerciantes que remontan el río, o cuando van de visita hasta Pucallpa. Con el producto de esas ventas compran ropa, útiles de cocina y otros elementos. 

Les encanta sobre manera toda clase de celebración. Organizan fácilmente una fiesta. Allí se come en abundancia, acompañando las viandas con masato (bebida fermentada de yuca) o bien con chicha, que se fabrica de diversas maneras. La cerveza, el aguardiente, aunque caros pues son traídos desde lejos, también se hacen presentes en tales ocasiones. 

Los bailes se amenizan con música de quena (flauta indígena) y bombo. Algunas cumbias colombianas que hemos traído en casetes, les han gustado mucho. 

Cuando beben bastante se tiran a dormir en la calle, o se van a sus casas. Pocas veces son agresivos o problemáticos. Pero, como en toda sociedad humana, aquí también existen elementos negativos. Encontramos indígenas perezosos y oportunistas. Otros son mentirosos y desconfiados y algunos también cultivan rencores y se vengan de quienes los han ofendido. 

Todo ello nos da pie para contarles la vida de Jesús y hacer que en ella descubran el Dios que el Maestro nos ha dibujado: Un Padre que a todos nos ama y nos perdona. Que nos enseña a parecernos a él, el Padre de los cielos. 



Nuestros principales retos 

Entre los desafíos que nos plantea el acompañamiento a estas comunidades, está el prepararlas para el encuentro con la otra sociedad que de muchas maneras los cerca. 

Es una tarea muy compleja, de prevención contra el despojo cultural, la desubicación social, la frustración y el etnocidio. 

Necesitamos además asistencia técnica, que mejore su industria incipiente y equilibre su mercado elemental. 

Son urgentes programas de educación a todos los niveles, para responder a sus necesidades comunitarias en cuanto a salud, alimentación y promoción se refiere”. 

( P. Jorge Eduardo Bohórquez, misionero de Yarumal)