Enséñanos a amar 

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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En un aeropuerto parisiense, un joven profesor de Costa de Marfil observaba, con estupor, las voluminosas cajas que había transportado un avión carguero. De pronto, apoyando la frente contra el ventanal, empezó a sollozar. Se acordaba de los niños y los ancianos de su patria. Aquel enorme cargamento consistía en alimentos para perros y gatos.

Frente a las injusticias del mundo actual existen tres caminos: El primero, quedarnos en silencio, luchar por la propia subsistencia y esperar que se haga justicia más allá de la muerte.

Otro camino sería lanzar a los hombres a la violencia, prender su corazón como una bomba incendiaria, armar al pueblo para que derribe el sistema.

Los cristianos aprendimos de Jesús un tercer camino: Sembrar el amor entre los que todo lo tienen y en aquellos que todo lo necesitan, invitándolos a encontrarse fraternalmente, en un lugar intermedio de la frontera, donde domina la caridad.

Nosotros enseñamos a amar, decía un misionero. No logramos cambiar de una vez las estructuras. Denunciamos que muchas de ellas son injustas, pero cambiarlas de raíz nos quitaría mucho tiempo. Mientras tanto, se nos puede morir un niño por falta de un vaso de leche. Nuestra vocación es anunciar a Jesucristo que vive y ama por nuestro ministerio.

Es fácil criticar al misionero que reparte el pan, que traslada en su viejo jeep a un enfermo, que recoge del barro a un moribundo. A la misionera que aplica inyecciones, improvisa en la selva un dispensario elemental, limpia las llagas a un leproso, que atiende a una mujer a punto de ser madre. Algunos afirman que nuestra labor asistencial retarda el cambio de estructuras.

¿Pero podemos dejar eso de lado? El programa de Cristo comprende un mejoramiento total de los hombres. Si no realizamos estos servicios, ellos no entenderían que Dios los ama. No creerían que nosotros los amamos. Colocamos las bases para un cambio total de las estructuras, por nuestro compromiso con los más débiles.

En Calcuta, un moribundo le decía a la madre Teresa: "Repíteme eso otra vez, porque me hace mucho bien. Siempre he oído decir que nadie nos quiere. Es maravilloso saber que Dios nos ama. ¡Dímelo otra vez!".