Fuente y origen

¿Entonces? 

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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Descubrimos entonces que el cristianismo es un camino que asciende por tres escalas consecutivas: La Ciencia, la Experiencia y la Vivencia. 

Indiscutiblemente la fe comienza por cierta clase de ciencia. San Pablo, escribiendo a los romanos les dice : “La fe viene de la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo” (Rm 10, 17). Y un poco antes había escrito: “Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído?. ¿Cómo creerán a aquel de quien no han oído? y ¿cómo oirán sin que se les predique?” (Rm10,14). 

Todo empieza por conocer algo de Dios, lo cual se obtiene por la enseñanza de una teología. Es el trabajo de la catequesis. Pero conviene señalar que toda teología es inexacta. Es una ciencia sobre Dios, expresada con las palabras recortadas de los hombres. 

Sin embargo, no tenemos otro lenguaje para ello. Hemos de contentarnos con el nuestro, pero sospechando por encima de él que Dios y su plan de Salvación se encuentran más allá de todos nuestras expresiones. Más allá aún de nuestros esquemas teológicos. “No quieras enviarme de hoy ya más mensajeros, que no saben decirme lo que quiero" (Cántico Espiritual), respondía san Juan de la Cruz a todas las creaturas que le recordaban al Amado. Pero todas ellas incapaces de contener al Creador. 

Un segundo escalón hacia la fe es la experiencia. En la primera carta de san Juan leemos: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la palabra de vida —pues la Vida se manifestó— y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1 Jn 1,1 3). 

La diferencia entre ciencia y experiencia consiste en que la primera no siempre resuena en nuestro interior. En cambio la segunda llega a lo más íntimo de nuestro ser y empieza a transformarnos. 

En la Biblia encontramos un ejemplo claro de cómo se distinguen la ciencia y experiencia. Los discípulos de Emaús: Aquellos hombres descorazonados que regresaban a su aldea, el día de Pascua por la tarde. Lo cuenta san Lucas en el capítulo 24 de su evangelio. Ellos sabían mucho de Jesús, pero su experiencia vital sobre el Señor, todavía era muy vaga. En cambio, en el primer discurso de san Pedro (Hch 2,14-36), descubrimos que éste presenta el mensaje del Maestro desde una experiencia personal. A él le consta de la resurrección de Jesús. Este hecho le ha cambiado la vida. 

Comprendemos además que una experiencia personal apenas alcanzamos a contarla de paso, a describirla. Pero la huella imborrable que algún acontecimiento especial nos dejó sobre el alma, ésta nunca se puede comunicar plenamente. Entonces abundamos en palabras, enumeramos los sentimientos que el hecho nos produjo, echamos mano de los gestos, los símbolos, las metáforas. Comprobando enseguida que todo lenguaje es inexacto. Que lo esencial de una experiencia permanece aún encerrado en su torre de marfil, en su misterio, adonde no llegan sino Dios y nosotros mismos. 

En consecuencia, la fe nunca se enseña. Podemos ofrecer un vocabulario, algunas fórmulas, unas definiciones relacionadas con la fe cristiana, pero la fe continúa siendo un don de Dios. Una huella que El ha dejado en nosotros: “Mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura, e yéndolos mirando con sola su figura, vestidos los dejó de fermosura” ( San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual). 

Sin embargo, sí es posible para quien ha vivido una experiencia, acompañar a los demás de tal manera que gocen de una igual, u otra más rica. Pensamos aquí en el maestro que acompaña al campo. En el pianista que motiva a sus discípulos, haciéndolos crear pequeñas melodías. O el anciano que cuenta viejas historias para enseñanza de los nietos. 

Algún autor explica que experiencia es una palabra donde se integran otras tres: La partícula “ex”, tomada del latín, la cual significa salir de nosotros mismos. Luego vendría “peri”, una preposición griega, que nos invita a darle la vuelta a aquello que tenemos delante. Y enseguida “entia”, un vocablo que designaría los entes que nos rodean. 

Aunque de un modo también aproximativo, la experiencia de fe equivale a salir de nuestra pequeñez, reconocer a Dios y entrar en plena comunión con El. 

El tercer escalón lo podemos llamar vivencia. En los campos, es frecuente que los adolescentes cabalguen sobre un potro todavía sin domesticar. Las consecuencias son una fuerte caída, y de pronto la luxación de un brazo. Al cabo de unas semanas de convalecencia, el que superó tal aventura vuelve a lo mismo, con el disgusto del papá que repite: Estos muchachos no cogen experiencia. 

Así entendemos que la vivencia es una experiencia “cogida”. La cual nos cambia la vida. La ilumina, la ilustra y la transforma. De ahí que el cristiano maduro vive y obra, según esa experiencia de Dios que ha tenido por medio de Jesucristo. 

Cada religión ofrece una experiencia de Dios. También lo hinduístas, los budistas, los mahometanos alimentan su fe y su culto desde una experiencia de Dios. Sólo que los cristianos buscamos, gozamos y presentamos a los demás nuestra experiencia de Dios, por medio de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero. 

Quienes han tenido una honda experiencia, por ejemplo del amor en el hogar, de la ternura de unos padres. O también del dolor, de la enfermedad, de la pobreza, comprueban que su vida quedó marcada para siempre. 

El cristiano es un bautizado, cuya vida está marcada por la experiencia personal de Jesucristo. ¿Pero de qué manera?