Cómo conocía y amaba Jesús

Autor: Gustavo Daniel D´Apice

Webs del autor en: catholic.net y Dialogando

Jesús conocía de tres maneras:

1.  Como Dios: Tiene ciencia divina, llamada omnisciencia, por lo que podía conocer los pensamientos de las personas sin que nadie le diga nada, e incluso saber dónde se encontraba alguien antes de ir a su encuentro. O tener los mismos pensamientos que el Padre. Esta ciencia, fuera de Él, no la puede tener ninguna persona humana; sólo Él, cuya Persona es Divina, en la que están unidas sus dos naturalezas, divina y humana, sin mezcla ni confusión.  

2. Luego está su conocimiento humano, fruto de la experiencia y de la observación cotidiana. Veía los sembradores, los viñateros de su tiempo, los pescadores. María lo educaba y con José le enseñaban las Sagradas Escrituras. Aprendía el oficio de carpintero con su padre virginal. Todo esto lo meditaba, lo reflexionaba, lo incorporaba a su vida, y después lo transformaba en enseñanzas y parábolas al comenzar su vida de Maestro itinerante. Este tipo de conocimiento lo comparte con todos nosotros.  

3. Por último, aunque sin querer establecer precedencias, ya que distinguimos para unir, está en Él el conocimiento infuso. Esto es que, como verdadero hombre, actuaban en Él los dones e inspiraciones del Espíritu Santo, como cualquiera de nosotros que se convierte y vive en la gracia o vida de Dios.  

Por lo que así actuaba su inteligencia.  

Pero veamos ahora su voluntad.  

Jesús tiene una voluntad humana y otra divina. No opuestas, sino cooperantes.  

 La voluntad humana sigue dócilmente los dictados de la divina, dicen algunos teólogos. Aunque en su agonía de Gestsemaní, le costó adaptar su voluntad humana a la divina gruesas gotas de sangre, sudor y angustia, y por tres veces pidió al Padre que se aparte el horror de la pasión de su vida, aunque siempre condicionándolo al cumplimiento de la voluntad de Dios, encontrando la paz en su realización, aunque sus discípulos no pudieran acompañarlo por el sueño, el cansancio y el miedo.  

De la misma forma, nosotros, para obtener la paz y la dicha, debemos conformar nuestra humana voluntad con aquella que procede de Dios, aunque nos cueste y nos resulte dificultosa. Jesús nos dejó ejemplo. Hagamos nosotros los mismo.  

¿Y cómo amaba Jesús? Según una famosa encíclica de Pío XII, “Haurietis Aquas”, un triple amor brota del corazón de Jesús Resucitado.  

1. El Amor Divino. Propio de Dios. Que no podemos compartir ni entender, sino solamente atisbar. El que lo lleva a hacerse hombre y sufrir por amor hacia la humanidad perdida. El que lo lleva a olvidar la falta del pecador arrepentido y cargarlo sobre sus hombros para llevarlo a la Casa del Padre,  que “ansioso” espera su venida. El que busca a aquel que se extravió como si fuera una moneda de oro, y lleno de alegría comparte su gozo cuando lo halla.  

2. El amor humano. Lleno de cariño y de ternura. Que besa a los niños y los bendice, que es audaz y simpático, sin miedos reprimidos ni sexualidades dudosas. Fuerte y viril, pero compasivo y manso, que no teme ponerse del lado de una prostituta cuando los hipócritas de su tiempo pretenden apedrearla o lincharla, en un lenguaje más actual. No necesitó acusarla, y se lo dijo (“Yo tampoco te acuso”)  para hacerle ver que aquello estaba mal y querer quedar bien con los demás. El que lo hace querer a su familia y a su Patria, queriendo lo mejor para ellas. Es el que comparte con nosotros y tenemos por naturaleza. 

3. El amor sobrenatural o infuso, aquel que fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5,5). De éste también nosotros podemos hacernos acreedores si nos preparamos con devoción, y oramos y ponemos los medios necesarios para recibirlo.  

Por último podríamos preguntarnos si Jesús tenía pasiones: Y tenemos que responder que sí, las doce que se encuentran en todos los manuales de antropología cristiana: amor, deseo, gozo, tristeza, aversión, cólera, audacia, temor, angustia, alegría... Pero todas confluían en el cumplimiento de lo que su inteligencia veía que tenía que hacer de acuerdo a lo que Dios quería de Él, es decir, estaban al servicio de su voluntad, humana primero y divina después. Esto nos cuesta mucho a nosotros, por el desorden que tenemos en nuestras pasiones, que hace que nos condicionen  de tal manera que parece imposible dejar de someterse a sus influjos. Pero una inteligencia lúcida y una voluntad decididas las ponen a su servicio.