La Pasión

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

          Acabo de llegar del estreno de “La Pasión de Cristo”, de Mel Gibson. Escribo, por consiguiente, mis primeras impresiones, con la certeza de que la película merecería un tratamiento más amplio y profundo, pero con la sensación de que el arte y la fe se han fundido para crear una obra maestra, digna de todo encomio.  

          Unas palabras del profeta Isaías abren el desarrollo del drama y, a la vez, dan la clave de su sentido: “Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cicatrices hemos sido curados” (Is 53, 5). La Iglesia ha entendido estas palabras como referidas a Jesús, traspasado por nuestras rebeliones y triturado por nuestros crímenes. Toda la Pasión de Cristo es la escenificación en la historia del dolor del Hijo de Dios que decide caminar con los hombres y asumir, para salvarlo, todo su sufrimiento.  

          La Pasión de Cristo, y Mel Gibson ha tenido el acierto de reflejarlo, es una drama divino-humano, una epifanía del amor de Dios que se expresa en la absoluta donación, en la perfecta entrega de su Hijo en favor nuestro; una entrega que no retrocede ante la muerte de Cruz.  

          La película de Gibson nos obliga a ser algo más que espectadores. Uno no puede permanecer indiferente, resguardándose en la atalaya de una mirada fría y distante. Sin darnos cuenta, nos vemos implicados en primera persona. El drama de Cristo es el nuestro. Su dolor es la cifra del dolor de los hombres de todos los tiempos y, a la vez, es un dolor único, por ser el dolor de Dios, un dolor redentor, capaz de abrir paso a la salvación en medio de la muerte.  

          Son muchos los personajes bien logrados. Ante todo, el personaje de Cristo, magníficamente interpretado por Jim Caviezel, verdadero icono del Salvador. Y junto a él, María, la Madre. “La Pasión” es, en buena medida, una película protagonizada por mujeres. Ellas representan la parte más noble de la humanidad, incapaces de abandonar a Jesús en sus horas amargas: María, la Magdalena, la Verónica, la esposa de Pilato ...  

          Cercando al Redentor, acechándole por última vez, tratando de convencerlo de la inutilidad de su misión, aparece la figura del Maligno, de aquel que se atraviesa en los planes de Dios. Una presencia oscura, una sombra siniestra que acompaña nuestro caminar por la tierra.

          La película de Gibson está llena de fuerza teológica. Sería un error quedarse en la brutalidad de los padecimientos del Señor. Sin restarle ni un ápice de realismo, sin minusvalorar en nada el derramamiento de la sangre redentora, el elemento esencial del drama, en la realidad y en la ficción cinematográfica, es la radicalidad absoluta del amor de Dios. Un amor capaz de compadecerse del mundo y de llorar sobre él. Un amor, en definitiva, que genera vida.