El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo 

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

1. La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. A cuantos la recibieron les dio poder para ser hijos de Dios” (Jn 1, 14.12). Estas palabras del evangelio según San Juan hacen resonar el eco de los días de la manifestación del Hijo de Dios, celebrada en la Navidad : la manifestación a los pastores, la manifestación a los Magos, y la manifestación del bautismo en el Jordán.  

La Iglesia no se cansa de contemplar a Jesucristo, de reconocerlo a Él como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, como el Ungido por el Espíritu Santo, como el Hijo de Dios a quien ha visto y de quien da continuamente testimonio.  

En la figura de San Juan Bautista encuentra la Iglesia , y en la Iglesia cada uno de nosotros, un paradigma del acto de creer. Juan es el hombre atento, expectante, que ve a Jesús “que venía hacia él” y que da testimonio de Él con su predicación, con el bautismo de conversión y, sobre todo, con su martirio.  

2. “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). El Señor  viene como Luz de las naciones, para que la salvación de Dios alcance hasta el confín de la tierra (cf Is 49, 6). Viene para arrancar, para extirpar el pecado del mundo.  

La revelación divina y la misma experiencia nos recuerdan continuamente la presencia y la universalidad del pecado en la historia de los hombres. Desconocer esta presencia equivaldría a cerrar los ojos, a no querer ver la realidad: el mundo en su conjunto tiene una condición pecadora, es arrastrado hacia abajo por el peso del pecado; por esa ley de la gravedad que sólo la gracia de Cristo puede vencer. Nuestra misma naturaleza es una naturaleza herida, inclinada al mal. El cierto dominio que el diablo adquirió sobre el hombre a causa del pecado de nuestros primeros padres, parece a veces imponerse sobre todos y sobre todo.  

¿Acaso no se refleja el pecado del mundo y el poder del diablo en la presencia amenazante del mal? ¿Cómo no ver ese poder en el desprecio de la vida de los inocentes, sobre todo de los aún no nacidos; en la injusticia que permite que muchos mueran de hambre; en la falta de libertad; en crueldad de la guerra?  No es extraño que el Papa señalase, en el “Discurso al Cuerpo Diplomático”, pronunciado el 10 de Enero de 2005, estos cuatro grandes retos para la humanidad: el desafío de la vida, del pan, de la libertad y de la paz.  

Es sobre este fondo de pecado sobre el que san Juan divisa la figura de Cristo. En el signo purísimo de la humanidad del Redentor, el Bautista ve al Siervo doliente, que se deja contar entre los pecadores y carga con el pecado de las multitudes, y al Cordero Pascual que da su vida en rescate por muchos.  

En el bautismo de Juan, que Jesús acepta, se anticipa el bautismo redentor de la Cruz. Jesús es el Crucificado, el que se deja llevar en silencio al matadero, el que acepta con obediencia su propia muerte violenta. Es en la Cruz donde el Cordero de Dios quitó el pecado del mundo, donde con su expiación repara nuestras faltas y satisface por nuestros pecados. Si el peso del mal no nos hunde es porque sobre el mundo se ha derramado la Sangre del Cordero, la Preciosísima Sangre del Redentor. Es su Pasión la que nos redime. Es su Muerte la que nos da vida. Es su Pascua la que infunde en nosotros la esperanza: “Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis justificationem meruit”( Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la redención, enseña el Concilio de Trento).  

3. “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Éste es el testimonio de Juan, y el testimonio de la Iglesia. Separados de Jesucristo no hay salvación. El mundo no se salva a sí mismo, y el hombre no se salva a sí mismo. La Iglesia no puede silenciar este anuncio, no puede dejar de testimoniar que sólo Él arranca el pecado del mundo. En la sacramentalidad de su Iglesia, a través del signo ambiguo y eficaz de su presencia en la historia, el Señor sigue salvando hoy a los marcados con su Sangre.  

La Eucaristía nos marca con la Sangre del Cordero “inmolado y de pie ante el Trono de Dios” (Ap 5, 6). En el altar se hace presente el Sacrificio que devuelve al hombre la comunión con Dios, por la sangre derramada por muchos para la remisión de los pecados. Como Juan, como el Centurión, también nosotros decimos: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor. Señor no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.