Críticas a la Iglesia

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

Recuerdo haber leído a un historiador que manifestaba en uno de sus libros la perplejidad que sentía al ocuparse de la Iglesia, un objeto histórico singular, difícil de encuadrar en los cánones teóricos de los que se sirven los analistas para explicar las transformaciones sociales.

Seguramente no le faltaba razón. La Iglesia es una realidad compleja, que no se agota en su aspecto visible, concreto y fenoménico sino que remite a una realidad más profunda que, sin embargo, le proporciona fundamento y sentido. Por ello, sin fe resulta difícil progresar en su comprensión.

La crítica a la Iglesia es coextensiva con su historia. Con razón y sin ella, han sido muchos quienes denunciaron la no siempre perfecta coherencia - o, en ocasiones, la incoherencia manifiesta - entre el fondo y la forma: entre aquello que profesa ser y lo que de sí misma se refleja en la vida de sus miembros.

Son muchos los motivos que impulsan a criticar a la Iglesia y variados los objetivos a los que estas críticas se dirigen. Hay quienes contestan lo que la Iglesia representa; siendo contrarios a los valores religiosos en general o a los cristianos en particular, resulta lógico que ofrezcan resistencia a una institución que - guste o no - los encarna y los recuerda permanentemente.

Otros apuntan a quienes, por su oficio o por su compromiso personal, están como en un candelero: Papa y obispos, curas y monjas, frailes y fieles laicos son observados por deudos y extraños con mirada pocas veces indulgente. No faltará quien esté a la zaga para descubrir algún escándalo que implique, en la realidad o en la imaginación, a alguna persona o entidad eclesiástica.

Las críticas llegan de fuera y de dentro. De gentes honradas y de personas que evidencian, por su acritud, lo difícil que resulta para el ser humano retornar al Paraíso. Por lo general, la acidez se incrementa cuando el crítico militó en su pasado bajo el estandarte de la cruz o cuando - aparentemente dentro - está a punto de darse de baja.

Todavía hay - sobre todo en nuestro país - quien pinta a la Iglesia como el exponente más acabado de la perversidad humana: su historia es una crónica negra; su moral, hipocresía; su doctrina, superstición. Para otros, la Iglesia no es algo terrible, sino simplemente un residuo del pasado que, si acaso, debería reconvertirse en una "ONG". 

No escasean los profetas de salón que alaban la "verdadera" Iglesia, la de los suburbios que ellos no pisan, frente a la pretendida "falsa" Iglesia del culto y del ceremonial vaticano. Ni tampoco faltan los nostálgicos para quienes toda reforma constituye, sin más, una traición.

La Iglesia será vista, en cada caso, dependiendo de los principios de los que parta el observador. Y éste, como nos enseña incluso la Física, nunca es neutral y difícilmente logra ser objetivo.

La crítica - que no es lo mismo que la calumnia - es imprescindible para el normal funcionamiento de la sociedad y es también legítima y necesaria para la vida de la Iglesia. Con frecuencia, incluso las críticas más amargas - y aquí radica, en mi opinión, su aspecto más positivo - reconocen al menos implícitamente la innegable grandeza del ideal al que los cristianos están llamados a conformarse.

La Iglesia - la comunidad de los creyentes - resultará beneficiada cada vez que las críticas la muevan a verificar en el Evangelio si su actuación y su vida responden a la voluntad de su Señor. Es éste, para ella, el único examen decisivo. 

Los críticos más creíbles son los santos. Ellos saben que toda auténtica reforma - "Ecclesia semper reformanda" - comienza por uno mismo.