La blasfemia contra el Espíritu Santo

Autor: Padre Guillermo Juan Morado 

 

 

“Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre”.  

          Las palabras del Señor son duras; nos advierte de la gravedad de la blasfemia contra el Espíritu Santo. ¿En qué consiste ese pecado que “no tendrá perdón jamás”?  

          El Catecismo de la Iglesia Católica , a la vez que señala que “no hay límites a la misericordia de Dios”, interpreta la blasfemia contra el Espíritu Santo como el negarse deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento, rechazando el perdón y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo (cf Catecismo de la Iglesia Católica , 1864). Podríamos pensar, entonces, que Dios no “puede” perdonar a quien no acepta su perdón. La blasfemia sería, en este caso, equivalente a la impenitencia final, a la permanencia en el pecado mortal hasta la muerte.  

          ¿En qué sentido aquellos letrados de Jerusalén blasfemaban contra el Espíritu Santo? Su blasfemia consistía en atribuir a Satanás las obras que realizaba Jesús en virtud de la propia divinidad y por la operación del Espíritu Santo. De Cristo, el Ungido en su humanidad por el Espíritu Santo, decían que tenía dentro a Belzebú. De las obras que manifestaban su unción mesiánica, entre ellas la expulsión de los demonios, decían que procedían del poder del jefe de los demonios. En esto radicaba su blasfemia: llamar obra del demonio a lo que era una obra suscitada por el Espíritu de Dios.  

          Si lo pensamos bien, esa acusación blasfema acompaña también en nuestros días a la Iglesia. Son muchos los que atribuyen a oscuros intereses – el afán de poder o de riquezas – las acciones mediante las cuales la Iglesia , por la fuerza del Espíritu Santo, hace presente en el mundo el Reino de Dios: predicando el Evangelio, administrando los sacramentos, siendo “el canal a través del cual pasa y se difunde la ola de gracia que fluye del Corazón traspasado del Redentor” (Ecclesia in Europa, 18).  

          Santo Tomás de Aquino distingue una tercera acepción de la blasfemia contra el Espíritu Santo (cf STh II-II, 14, 1), que se produce cuando se peca con “malicia manifiesta” - no por debilidad o por ignorancia, sino por la elección del mal – despreciando el efecto del Espíritu Santo en nosotros; es decir, desechando o apartando con desprecio lo que podía impedir la elección del pecado. Y esto puede suceder de seis maneras diversas:  

-         por la desesperación y la presunción, por las que se rechaza la consideración del juicio divino, destruyendo la esperanza de la salvación y el temor a la condenación.

-         por la impenitencia y la obstinación, que entrañan el propósito de no arrepentirse y de aferrarse al pecado.

-         la impugnación de la verdad conocida y la envidia de la gracia fraterna, que llevan a impugnar la verdad de la fe para pecar con mayor libertad y a entristecerse por el crecimiento de la gracia de Dios en el mundo.  

De todos estos modos se excluye lo que causa la remisión del pecado, despreciando al Espíritu Santo, enviado para la “remisión de los pecados”. ¿No podemos, acaso, descubrir rasgos de esta malicia en nuestro mundo y en nuestra cultura?  

¿No es verdad que se oscurece entre nosotros la esperanza? ¿No es cierto que el hombre se siente el único juez de sí mismo, despreciando el juicio de Dios? ¿No hay impenitencia y obstinación en el propósito firme de extender la anti-cultura de la muerte que tiene tantas manifestaciones en nuestra sociedad? ¿No hay acaso impugnación de la verdad conocida en el desprecio de toda referencia a Dios, para dejar al individuo a solas con una libertad sin referencia a la verdad y al bien objetivos? ¿No subyace la envidia por el crecimiento de la gracia de Dios en el mundo en la programada destrucción del matrimonio y de la familia?  

Sí. El mal existe. Y se opta por él con malicia, blasfemando contra el Espíritu Santo, rechazando al que puede causar la remisión del pecado.  

Pero la palabra de Cristo no se limita a hacernos conscientes del mal, sino que es una palabra que vence al mal: “Satanás está perdido”. Cristo es el Rey Pastor, prefigurado en David, que recoge en su grey lo que Satanás trataba de esparcir. La llegada de su Reino supone la derrota del reino de Satanás. Desde su trono en el madero de la Cruz , su Reino ha sido definitivamente establecido. Él ha confiado a Pedro las llaves del Reino y ha asegurado a su Iglesia, edificada sobre Pedro, la victoria sobre los poderes de la muerte: “las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo 16, 18).  

          Desde la Cruz brota la efusión del Espíritu Santo, que hace entrar al mundo en el Reino ya heredado (cf Catecismo de la Iglesia Católica , 732). Es el Espíritu el que nos une a Cristo, y el que con su fuerza hace posible en nosotros una vida nueva que vence al mal, y que da frutos de caridad, de alegría, de paz, de paciencia, de afabilidad, de bondad, de mansedumbre y de templanza (cf Gálatas 5, 22-23). Pidamos al Espíritu Santo que nos enriquezca con sus dones – la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la  fortaleza, la ciencia, la piedad y el temor de Dios - para que seamos dóciles a sus inspiraciones, a fin de no blasfemar nunca contra Él.

          Hoy (23.1.2006) la Iglesia celebra la conmemoración de San Ildefonso de Toledo. Fue un gran defensor de la virginidad de María Santísima, como también lo fue Santo Tomás. A Ella, a la Santísima Virgen María, nos encomendamos con palabras de San Ildefonso: “A ti acudo, única Virgen y Madre de Dios. Ante la única que ha obrado la Encarnación de mi Dios me postro. Me humillo ante la única que es madre de mi Señor. Te ruego que por ser la Esclava de tu Hijo me permitas consagrarme a ti y a Dios, ser tu esclavo y esclavo de tu Hijo,
servirte a ti y a tu Señor”.  

          Qué nosotros convirtamos nuestra vida en un servicio a María y al Señor. Qué así sea.