Una llamada a la conversión

Autor: Padre Guillermo Juan Morado 

 

 

La predicación de Jesús se resume en una llamada a la conversión: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Marcos 1, 15). La aceptación por la fe de la Buena Noticia exige la conversión, el cambio de mentalidad, la reorientación completa de la propia vida hacia Dios. La llamada a la conversión es parte esencial del anuncio del Reino, de la proclamación de la salvación. Jesucristo es, en persona, el Reino de Dios. Convertirse consiste en aceptarle a Él como Salvador y como salvación. Él es el nuevo Jonás, enviado al mundo para mostrar la misericordia sin límites del Padre.  

          La vuelta a Dios comporta la ruptura con el pecado y el arrepentimiento de nuestras malas acciones (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1431). El libro de Jonás narra cómo la predicación del profeta suscitó la fe y la penitencia de los habitantes de Nínive. Los ninivitas se convirtieron de su mala vida, y la ciudad no fue arrasada (cf Jonás 3, 1-5.10). Donde reina el pecado Cristo no puede reinar, porque el pecado es lo contrario del amor, y el reino de Cristo se define, precisamente, por ser el reino de la justicia, del amor y de la paz.  

          El pecado introduce siempre la discordia y la destrucción. Se levanta contra el amor de Dios y aparta de Él nuestros corazones (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1850). El desprecio de Dios que entraña el pecado lleva consigo la insolidaridad y el desprecio del prójimo. Frente a la red del amor, que reconoce a Dios y deja espacio al otro, la red del pecado nos envuelve en una espiral de odio que se plasma incluso en situaciones sociales y en instituciones contrarias a la bondad divina; situaciones e instituciones que hacen a los hombres cómplices unos de otros, induciendo a cometer el mal, a dejarse dominar por la concupiscencia, la violencia y la injusticia (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1869).  

          Una ciudad dominada por el pecado es una ciudad que camina hacia su aniquilamiento. Como Nínive, la gran capital, la ciudad enorme, nuestra sociedad necesita profetas que, al igual que Jonás, denuncien el mal y llamen a la conversión. Cuando la Iglesia repite las palabras de Jesús: “Convertíos y creed la Buena Nueva”, está sirviendo a la sociedad, colaborando a su regeneración, a su revitalización, a que sea de verdad una sociedad digna del hombre.  

          ¿No es acaso un signo preocupante de aniquilamiento, entre otros que se podrían mencionar, el desprecio creciente ante la vida humana que percibimos en nuestro continente europeo? Debemos recordar las palabras de los Obispos de Europa, que hacía suyas el Papa Juan Pablo II: “El Sínodo de los Obispos europeos anima a las comunidades cristianas a ser evangelizadoras de la vida. Anima a los matrimonios y familias cristianas a ayudarse mutuamente a ser fieles a su misión de colaboradores de Dios en la procreación y educación de nuevas criaturas; aprecia todo intento de reaccionar al egoísmo en el ámbito de la transmisión de la vida, fomentado por falsos modelos de seguridad y felicidad; pide a los Estados y a la Unión Europea que actúen políticas clarividentes que promuevan las condiciones concretas de vivienda, trabajo y servicios sociales, idóneas para favorecer la constitución de la familia, la realización de la vocación a la maternidad y a la paternidad, y, además, aseguren a la Europa de hoy el recurso más precioso: los europeos del mañana” (Ecclesia in Europa, 96).  

          Jesucristo es la Buena Noticia para el mundo. Abriéndonos al misterio de su persona, aceptando la nueva vida que Él nos ofrece, es posible, comenzando por nosotros mismos, transformar el mundo para que sea cada día más conforme al Reino de Dios. Cuando el hombre, por la fe y la conversión, se hace discípulo de Cristo comienza a ser libre de la esclavitud del pecado para impregnar de sentido moral la cultura y el trabajo humano (cf Lumen gentium, 36), construyendo, junto a todos los hombres de buena voluntad, la civilización del amor.  

          La Iglesia es, sobre la tierra, “el germen y el comienzo” del reino de Dios (Lumen gentium, 5). En ella se realiza la reunión de todos los hombres en torno a Jesucristo para que puedan participar de la vida de Dios. De ahí la importancia de que los que somos miembros de la Iglesia estemos de verdad unidos, superando las divisiones que nuestros pecados causan cada día. La conversión del corazón, para llevar una vida más pura, según el Evangelio (cf Unitatis redintegratio, 821), se perfila como el camino a recorrer para realizar la deseada unión de los cristianos. De este modo, cuando Dios lo tenga establecido, podremos compartir juntos, todos los bautizados, el banquete de la mesa del Señor, el sacramento de piedad, el signo de la unidad, el vínculo de la caridad.