La vocación a la fe

Autor: Padre Guillermo Juan Morado 

 

 

El acto de fe compromete radicalmente a la persona humana. Al creer, el hombre renuncia a fundamentar su existencia exclusivamente sobre sí mismo, para edificarla sobre Dios. En la Sagrada Escritura, la fe se identifica con la obediencia y con la escucha. El creyente es el que se somete libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma (cf Catecismo de la Iglesia Católica).  

El libro primero de Samuel, al narrar la vocación del profeta, ejemplifica perfectamente el proceso de escucha y de obediencia en que consiste la fe. Por tres veces el Señor llama a Samuel por su nombre. La llamada de Dios precede siempre, y suscita, la respuesta del hombre. La fe no es una conquista, no es un logro meramente humano, sino que, ante todo, es un don, una gracia. Para poder responder a esta gracia, es necesario escuchar esa llamada e identificarla como procedente de Dios. Es el Espíritu Santo el que actúa en el interior del hombre para que éste pueda reconocer la voz de Dios, y responder con la entrega obediente de Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo te escucha”. Con frecuencia, será necesaria la mediación de otros creyentes para que podamos discernir la llamada, al igual que Samuel necesitó de la ayuda de Elí. La Iglesia cumple esta misión de mediación. Ella es la primera creyente, que “conduce, alimenta y sostiene” la fe personal de cada cristiano (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 168).  

La vocación a la fe es vocación al encuentro con Jesucristo. Creer en Dios es, para el cristiano, inseparablemente creer en Cristo, su Enviado, su Hijo amado, el Verbo hecho carne. El Evangelio según san Juan relata la vocación de dos discípulos del Bautista que, oyendo las palabras del Precursor, siguieron a Jesús y se encontraron con Él. Como Juan el Bautista, la Iglesia no se cansa de fijar sus ojos en Jesús, para decirle a los hombres de cada tiempo y de todos los tiempos: “Este es el Cordero de Dios”. Ella posibilita nuestro encuentro con Cristo, para que podamos escucharle a Él y ver dónde mora.  

Es imprescindible para el cristiano tener esa experiencia del encuentro con Cristo; es necesario adentrarse en la intimidad de la cercanía con el Señor. Él nos dice también a nosotros: “Venid y lo veréis”. Él mora entre nosotros en el sacramento de la Eucaristía, para que podamos quedarnos con Él, escuchar su palabra, y fortalecernos con la oración. Sin el trato personal con Jesucristo, de corazón a corazón, es imposible vivir y testimoniar la fe en medio de una sociedad secularizada como la nuestra.  

El trato con el Señor nos impulsará, como a Andrés, a comunicar a otros: “Hemos encontrado al Mesías”, y a llevarlos a Jesús. El apostolado brota de la vida interior. Si experimentamos la amistad personal con el Señor, sentiremos la necesidad y la urgencia de que otros lo conozcan también.  

La vocación a la fe compromete a todo el hombre. El cuerpo, como integrante de la persona, participa de la unión con Cristo y está destinado a la resurrección. San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, proclama con absoluta claridad la dignidad del cuerpo humano: “Vuestros cuerpos son miembros de Cristo”, “vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo”. De esta dignidad del cuerpo brota un compromiso, una tarea: “¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo”. La virtud de la castidad, por la cual la sexualidad se integra en la unidad de la persona, lejos de ser una manifestación de desprecio del cuerpo, es consecuencia del respeto y de la valoración del mismo. Las ofensas a la castidad escinden al ser humano, le hacen caer en una separación caprichosa entre cuerpo y alma, entre razón y pasión, entre sexualidad y amor, entre amor y fecundidad. La vocación a la fe es también una vocación a la castidad, virtud a la que está llamado todo bautizado (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 2348).  

“Maestro, ¿dónde vives?”. Él les dijo: “Venid y lo veréis”. Cada domingo escuchamos esta invitación del Señor a venir y a ver. En la Eucaristía encontramos la fuerza que hace posible nuestra respuesta a la fe, una respuesta que se traduce en la cotidianidad del testimonio. Que también nosotros, como Andrés, comuniquemos a otros la alegría de encontrar a Cristo en el Sacramento de su Presencia.