El agua de la vida nueva

Autor: Padre Guillermo Juan Morado 

 

 

La celebración de la Epifanía del Señor compone una especie de tríptico formado por tres escenas: la adoración de los Magos, el Bautismo en el Jordán y las Bodas de Caná. Jesús se revela como Mesías, Hijo de Dios y Salvador del mundo.

El bautismo del Señor supone, además, el comienzo de su vida pública, después de un largo período de silencio en el hogar de Nazaret. Jesús acude a Juan para ser bautizado por él. Se suma así a una larga lista de pecadores que querían recibir el bautismo de conversión. Él, que no tenía pecado, que no tenía necesidad de un bautismo de penitencia, no desdeña ser contado entre los pecadores, entre los publicanos y soldados, entre los fariseos, los saduceos y las prostitutas (cf Isaías 53, 12). Él, que es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, pasa ante nuestra mirada como uno de tantos, como un hombre más entre los hombres.

La voz del Padre y la presencia sobre Jesús del Espíritu Santo parecen romper por un momento este anonimato. Jesús, nacido en Belén de Judá, sometido a sus padres en Nazaret de Galilea, es el Hijo amado, el predilecto del Padre, y el Mesías, el Ungido por el Espíritu (cf Marcos 1, 7-11). En la escena del bautismo en el Jordán no sólo se revela el misterio de Jesús, su identidad y su misión, sino también el misterio de Dios. Todo el acontecimiento de la salvación, toda la presencia del Señor entre nosotros, obedece al designio amoroso del Padre que envía a su Hijo al mundo, ungiéndolo con el Espíritu Santo. Uno de la Trinidad ha entrado en las aguas del Jordán "santificando el Jordán antes de nosotros y por nuestra causa" (San Gregorio Nacianceno, Sermón 39).

El bautismo de agua anticipa ya el bautismo de su muerte sangrienta (cf Marcos 10, 38). El que desciende al Jordán es el Siervo doliente, el Redentor que, desde el mástil de la Cruz, desciende a los infiernos para hacer brotar la vida desde el fondo de la muerte. En su nacimiento, en su bautismo, en su Pascua, se realiza el mismo admirable intercambio: el de un Dios que se despoja de su rango para hacernos partícipes de su vida, para cambiar las aguas del diluvio en aguas de salvación, para convertir un sepulcro de muerte en fuente de Resurrección.

El agua nueva de la salvación brota del costado traspasado de Cristo en la Cruz. El Calvario es el verdadero Jordán, donde el Espíritu de Dios se difunde sobre nosotros y donde el Padre nos llama "hijos" amados. Este misterio de abajamiento humilde y de purificación, de muerte al pecado y de renacimiento glorioso, que nos asimila con la Pascua de Cristo, se realiza sacramentalmente en nuestro bautismo. San Pablo lo explicaba así a los cristianos de Roma: "Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Romanos 6, 4).

¿En qué consiste esta vida nueva? Consiste en vivir en el Espíritu Santo, dejando que su gracia restaure en nosotros lo que el pecado había deteriorado, confiriéndonos la justicia de Dios, santificándonos y renovándonos interiormente (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1708.2019). La vida nueva es la santidad de los hijos de Dios. Como enseñaba el Papa Juan Pablo II: "si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, "¿quieres recibir el Bautismo? ", significa al mismo tiempo preguntarle, "¿quieres ser santo?" Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial " (Mateo 5,48)" (Novo millennio ineunte, 31).

La Eucaristía conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el bautismo (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1392). Recibimos a Aquel que no ha temido bajar al Jordán y al sepulcro para darnos parte en su Resurrección, a Aquel que no teme tampoco venir a nuestra alma. "Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme".