La hora del Ángelus

Autor: Padre Guillermo Juan Morado 

 

 

Cada día, a la hora del Ángelus, los cristianos revivimos los acontecimientos de la Anunciación a María y de la Encarnación en su seno del Hijo de Dios. En la inminencia de la Navidad, la Iglesia nos introduce en la contemplación de estos misterios. Por la acción del Espíritu Santo, la Liturgia no es un mero recuerdo del pasado, sino una actualización de los hechos salvadores (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1104).  

Los hombres vivimos en el tiempo, pero el “tiempo” de Dios es la eternidad, que domina todos los tiempos. Por ello “lo que Cristo es y todo lo que hizo” se mantiene permanentemente presente (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1085). Cristo no está relegado a un pasado que ya fue; Él es “el mismo ayer y hoy y siempre” (Hebreos 13, 8). Unidos a su Espíritu, podemos ser contemporáneos suyos y encontrarlo en el ahora de nuestras vidas.  

El profeta Natán vaticina a David un reino que permanecerá eternamente: “Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre” (2 Samuel 7). Los reinos del mundo son pasajeros; sólo Dios es eterno. El reino anunciado no es un reino de los hombres: es el Reino de Dios, que Cristo inauguró en la tierra (cf Lumen gentium, 3). De este Reino habla el Ángel, al decirle a María: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1, 31-33).  

Jesús es, en persona, el Reino prometido a David. En su Encarnación y en su Nacimiento la eternidad entra en el tiempo, para redimirlo y llevarlo a su plenitud: “el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal” para hacernos a nosotros eternos (Prefacio III de Navidad).  

El Señor hace partícipes de su Reino a los pobres y a los pequeños,  que lo acogen con un corazón humilde (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 544). María es el prototipo de esta acogida: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.  

El “misterio”, el plan salvador de Dios, que, después de haber permanecido oculto, acaba de ser descubierto (cf Romanos 16, 25-27), es el misterio de este Reino, que Jesús, con su Encarnación, inicia entre nosotros. Misterio de revelación del Padre, cuyo amor por los hombres se manifiesta en la vida del Señor. Misterio de redención, por el que Cristo, haciéndose pobre, nos enriquece con su pobreza. Misterio de recapitulación, mediante el cual el Verbo encarnado devuelve a los hombres la comunión con Dios (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 516-518).  El plan secreto de Dios para la salvación de los hombres se desvela en la humildad del Niño que nace en Belén. Sólo los de corazón humilde pueden vislumbrar, en la sencillez del pesebre, al Hijo del Altísimo, cuyo reino no tendrá fin.  

Pidamos a María, la Virgen de Nazaret, que abra nuestros ojos para ver a Jesús. Que con Ella, y con San José, con los ángeles y los pastores, también nosotros, en la Eucaristía, glorifiquemos a Dios por medio de Jesucristo para que entremos a formar parte, para siempre, de su Reino.