El cansancio y el descanso

Autor: Padre Guillermo Juan Morado 

 

 

“Señor, Dios, todopoderoso, que nos mandas abrir camino a Cristo, el Señor; no permitas que desfallezcamos en nuestra debilidad” (oración colecta de la Misa del miércoles de la II Semana de Adviento). La debilidad del hombre encuentra su fortaleza en la omnipotencia de Dios, que “no se cansa ni se fatiga”. La salvación de Dios es remedio para nuestra falta de fuerzas: “El Señor todopoderoso da fuerza al cansado”. 

La mirada a la realidad desvela muchos cansancios del hombre. El cansancio de la soledad, de la falta de comunicación, a veces incluso en el seno del matrimonio y de la familia. Nuestros hogares se convierten, en ocasiones, en una especie de archipiélago formado por un conjunto de islas incomunicadas. La casa se transforma en una suerte de hotel, a donde se acude casi sólo a dormir, rehuyendo el encuentro con los otros miembros de la familia, refugiándose en la soledad de la propia estancia.

El cansancio de la enfermedad, del padecimiento físico o psicológico. El tedio del derrumbamiento moral, cuando parece que las razones para vivir se resquebrajan, y la depresión y el hastío de la existencia nos asedian.

La fatiga de la pobreza, de la precariedad en el empleo, de las distintas dificultades que a veces hacen nuestra vida más complicada y difícil. 

El peso del mal, la gravedad siniestra del egoísmo. El cansancio de nuestras propias culpas y pecados.

Jesús viene a redimir nuestros cansancios: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.

El encuentro con Cristo no nos aparta de nuestras responsabilidades, sino que nos ayuda a afrontarlas con el auténtico realismo que brota de la fe. No estamos solos con nuestro cansancio. Dios está a nuestro lado para robustecernos con su fuerza, para sostenernos con la grandeza infinita de su amor.

El yugo llevadero de Jesucristo no es la imposición de una carga pesada ni de un código esclavizante. El yugo de Cristo es el yugo de la verdad que nos hace libres. Es la ley del amor, de la que el Señor es maestro, modelo y norma: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Juan 15, 12).

San Agustín reflejó en uno de sus Sermones esta ligereza del yugo de Cristo: “Cualquier otra carga te oprime y te abruma, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquiera otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas, parece que le alivias el peso, pero cuanto más le quites este peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de sus alas y verás como vuela” (Serm. 126, 12).

Del Corazón manso y humilde del Salvador nace la Iglesia. En esta sociedad competitiva, a veces desalmada, que deja al margen a los más débiles, la Iglesia ha de ser signo de la cercanía de nuestro Dios: “Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos, especialmente para cuantos están ‘fatigados y agobiados’” (Juan Pablo II, Familiaris consortio, 85).

En la casa y familia de Dios no falta la Madre. María es “Madre de todo el Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores, que la llaman Madre amorosa [...] pues María, como Madre de Cristo, es Madre también de la Iglesia" (Pablo VI).

Con María, somos invitados al banquete de los hijos, al banquete de la Eucaristía. En esta comida encontramos la fuerza y el descanso. “Dichosos los invitados a la cena del Señor”.