El Consuelo de Dios

Autor: Padre Guillermo Juan Morado 

 

 

Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios” (Is 40,1). Con estas palabras comienza el llamado “Libro de la consolación”, en el que el profeta anuncia al pueblo en el exilio la llegada de la liberación. La prueba del exilio ha pasado: Israel puede regresar a la patria.  

La imagen del exilio es una buena parábola de nuestra vida. Los exiliados, los emigrantes, los desterrados, desean volver a su patria. Tienen saudade y morriña de ella.  

También nosotros, como Israel, como todos los desterrados, estamos exiliados y sentimos la nostalgia del alejamiento de nuestra tierra: “sabemos que, mientras sea el cuerpo nuestro domicilio, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe. Y es tal nuestra confianza, que preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor”, escribe San Pablo en la Segunda Carta a los Corintios.

No tenemos en esta tierra la patria definitiva. La vida humana es un itinerario hacia Dios, un retorno a la patria: “La vida es un largo viaje en el que todo ser humano, peregrino del Absoluto, se esfuerza por buscar una morada estable y segura. El paso del tiempo le confirma que esa morada no puede encontrarla aquí abajo. Nuestra patria verdadera y definitiva es el cielo”, comentaba Juan Pablo II a propósito del texto de Isaías, en una homilía dirigida a los universitarios de Roma (“Homilía durante la Santa Misa para los estudiantes de las Universidades y Ateneos romanos”, Martes 10 de diciembre de 2002).

Nuestra patria es Dios, nuestra morada propia es el cielo, “el estado supremo y definitivo de dicha”, el fin último y la realización de nuestras aspiraciones más profundas (cf Catecismo dela Iglesia Católica, 1024). El cielo es “estar con Cristo”, “vivir junto al Señor”, para encontrar en Él la propia identidad y el propio nombre (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1025).  

¿Cómo emprender el retorno? ¿Cómo llegar a la patria? A nosotros, hombres exiliados, nos ocurre algo parecido a lo que les sucede a las ovejas: no saben volver solas a casa; necesitan a un pastor que las guíe. También nosotros necesitamos que Dios nos salve, porque no podemos salvarnos con nuestras propias fuerzas.  

Los intentos de autorredención terminan desvaneciéndose como flor del campo. Sólo “la palabra de nuestro Dios permanece para siempre”. Son muchas las ideologías, los proyectos, los afanes, que han pretendido construir para el hombre un paraíso en la tierra. Pero ninguno de estos proyectos puede salvar. Sólo Dios salva; sólo Dios vence la muerte.  

El profeta Isaías habla de un rebaño del que Dios es el pastor: “Como un pastor apacienta el rebaño, su mano los reúne: Toma en brazos los corderos, y hace recostar a las madres”. Dios, “que no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”, es nuestro pastor. Él nos conoce y nos ama, y se preocupa por cada uno de nosotros; no nos trata como una masa anónima, sino que nos llama por nuestro nombre.  

La Iglesia es el “pussilus grex”, el pequeño rebaño que Jesús pastorea. Dios ha querido la Iglesia porque quiere la salvación de los hombres. “El mundo fue creado en orden a la Iglesia”, decían los cristianos de los primeros tiempos (Cf Catecismo de la Iglesia Católica, 760). Es decir, Dios quiso salvar a los hombres convocándolos en Cristo para entrar a formar parte de ese pequeño rebaño, que es la Iglesia.  

La Iglesia avanza por el camino de la historia “entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios”, hasta que llegue a su perfección en la gloria del cielo. Qué el Señor no permita que nos apartemos nunca de su redil. Qué Él nos conceda la gracia de vivir y morir como hijos de la Iglesia.

En la Virgen Inmaculada, la Iglesia contempla ya alcanzada la meta a la que se encamina. Ella es, para todos nosotros, los desterrados, signo de esperanza cierta y de consuelo: “la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cf 2 Pe 3,10), antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo” (Lumen gentium, 68).  

Mientras peregrinamos por este mundo, el Buen Pastor nos alimenta con su Cuerpo y con su Sangre. La Eucaristía es nuestro viático, nuestro alimento para el camino. La Eucaristía “nos hace desear la Vida eterna y nos une ya desde ahora a la Iglesia del cielo, a la Santísima Virgen María y a todos los santos” (Catecismo de la Iglesia Católica, 397). La Eucaristía es el consuelo con el que Dios consuela a su pueblo. Amén.