Verán la gloria del Señor

Autor: Padre Guillermo Juan Morado 

 

 

“Verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios”. El profeta Isaías anuncia con estas palabras la bendición reservada a Jerusalén: en la Ciudad Santa resplandecerá la gloria de Dios.

La gloria de Dios es la epifanía de su majestad, de su poder, de su santidad. Dios revela su gloria creando y salvando al hombre.

En el corazón del ser humano laten la nostalgia y el anhelo de Dios, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios, y “sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar” (Catecismo de la Iglesia Católica, 27).

Todas las religiones son testimonio de esta nostalgia y de este anhelo. En la búsqueda de Dios está en juego la salvación del hombre, el afán de una existencia reconciliada, dotada de sentido, capaz de mirar al futuro con esperanza.

Al inicio de la Suma de Teología, Santo Tomás de Aquino afirma que “del exacto conocimiento de la verdad de Dios depende la total salvación del hombre, pues en Dios está la salvación” (STh I, 1, 1).
Es decir, la salvación no es algo distinto de Dios mismo: la salvación es Dios, es la amistad con Dios, es la vida en comunión con Él.

Por eso los hombres intentan conocer a Dios, saber de Él. A través de la belleza del mundo podemos atisbar de algún modo la belleza de Dios, como origen y fin del universo. San Agustín escribía: “Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo [...] interroga a todas estas realidades. Todas te responden: Ve, nosotras somos bellas. Su propia belleza es su proclamación. Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza, no sujeta a cambio?” (Sermo 241, 2).

Nuestra propia alma, que tiene sed de verdad y de belleza, que aspira al bien, que está dotada de libertad; nuestra conciencia, en donde percibimos lo mandado y lo prohibido, son igualmente caminos que apuntan, en sí mismos, hacia Dios.

“La gloria habitará en nuestra tierra”. No solamente nosotros buscamos a Dios, sino que Dios también nos busca a nosotros. Él sale al encuentro para habitar en nuestra tierra, para morar en medio de nosotros, para ser uno de los nuestros.

Jesucristo, el Señor, es la Encarnación de la Gloria de Dios. Él, “por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”.

El amor de Dios, su misericordia infinita, quiso dejarse conmover por nuestra tiniebla y por nuestro pecado hasta el punto de “hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla” (San Gregorio de Nisa, Oratio catechetica 15, 3).

El Hijo de Dios se hace hombre para que conociésemos así el amor de Dios; para ser nuestro modelo de santidad; para hacernos partícipes de la naturaleza divina.

Sí. Cristo ha venido. Cristo viene. Cristo vendrá. Y la gloria de Dios habita de verdad en nuestra tierra.

El Evangelio anota que aquellos que habían asistido la curación del paralítico (cf Lc 5, 17-26) “quedaron asombrados, y daban gloria a Dios, diciendo llenos de temor: ‘Hoy hemos visto cosas admirables’“.

¿Cuáles eran estas “cosas admirables”? Ante todo, la realidad admirable era la presencia en medio de ellos de Jesucristo el Señor. El encuentro con Cristo hizo germinar en los que estaban bien dispuestos la fe, el perdón de los pecados, y la curación de las parálisis que atenazan al hombre.

Cristo es la realidad admirable, que provoca el asombro y el temor reverencial que suscita en el hombre la presencia de la Gloria de Dios: “Quien ve a Jesucristo, ve al Padre. El, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna” (Dei Verbum, 4).

Pedimos a la Virgen Inmaculada que despierte en nuestras almas el asombro ante la presencia de Cristo, sobre todo ante la presencia del Señor en el sacramento admirable de la Eucaristía. Al altar del sacrificio desciende la Gloria de Dios, su grandeza, su poder, su majestad, su belleza. Cada vez que participamos en la celebración de la Santa Misa podemos decir, como aquellos personajes de los que habla el Evangelio: “Hoy hemos visto cosas admirables”.