Predicar en el desierto

Autor: Padre Guillermo Juan Morado 

 

 

“Preparad el camino al Señor”. La Liturgia nos presenta, en el II Domingo de Adviento, la impresionante figura de Juan Bautista, predicando en el desierto y llamando a la conversión. Con el anuncio de Juan se cumplen las palabras proféticas de Isaías: “allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios”.

El desierto no es escenario elegido por Juan por casualidad. El desierto es el lugar impracticable e inaccesible, a donde no habían conseguido llegar aún los mensajeros de Dios. Por eso Juan va al desierto y predica allí, donde la palabra de salvación no había sido pronunciada.

También hoy, en nuestro mundo, abundan los desiertos, los espacios amplios donde no resuena todavía la llamada a la conversión. En muchas familias, en muchos ámbitos de nuestra sociedad, no logran entrar los que pronuncian las palabras que vienen de Dios.

Donde falta la relación con Dios, donde no se escucha su palabra, falta la vida. Y esto es también el desierto: el lugar donde no hay vida. Dios había preparado para los hombres un jardín. Pero los hombres tantas veces han preferido el desierto. Los desiertos exteriores, donde molesta hasta el eco de todo lo que haga referencia a Dios, y los desiertos interiores del egoísmo, del hedonismo, de una existencia vivida sólo para intentar saciar el hambre de tener, de consumir, de disfrutar.

En la medida en que no dejamos que Dios entre en nuestros desiertos, reina la muerte, avanza la muerte. Cada vez más nos sumergimos en una cultura de la muerte, incapaz de acoger la vida, de valorar la vida, de defender la vida.

En España, según estimaciones recientes, se provoca un aborto cada 6, 2 minutos; 230 al día; 84.000 al año. Este es el desierto, este es el balance que arroja la siniestra contabilidad de la muerte. Este es un indicio más, un signo más, de que sin Dios no hay, literalmente, vida.

Por eso, como Juan, no hemos de cansarnos de predicar en el desierto, para que la voz paciente de Dios, que no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan, transforme los desiertos en oasis, el pedernal en manantiales de agua.

La predicación de Juan es una llamada a la conversión, un anuncio de gozo, porque el Señor “hará oír su voz gloriosa” en la alegría de nuestro corazón.

El fruto de la conversión es la alegría. La voz de Dios se deja oír para que podamos renunciar al mal y alcanzar la salvación, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1427). Cristo, por medio de su palabra, quiere entrar en nuestros desiertos, para que su amor misericordioso los transforme y los haga florecer.

La muerte de nuestro pecado puede, por la misericordia infinita de Dios, transformarse en vida. Por eso, en la inminencia de la llegada del Salvador, no nos cansamos de implorar: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”.

Cristo viene para que, en medio del páramo, emerja el Árbol de la Vida, su Cruz salvadora. De árbol de la Cruz brota a raudales la clemencia paciente de nuestro Dios. De la Cruz nace la Iglesia. De la Cruz manan los sacramentos de la Vida: el Bautismo, la Penitencia, la Eucaristía. Por la fuerza de la Cruz, el Señor es capaz de hacer germinar la alegría en un mundo que, sin Él, no podría ser más que un valle de lamentos.

La Inmaculada es la Madre de los Vivientes. A Ella acudimos para que disponga nuestros corazones a escuchar, como Ella la escuchó, la voz de Dios, el alegre anuncio de la salvación y de la vida. Con palabras del Papa Juan Pablo II le decimos:


“Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida”. Amen.