Inmaculada

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

Los cristianos veneramos a Santa María como la Inmaculada Concepción. Ella es, desde el primer momento de su existencia, la mujer llena de Dios; impregnada en la santidad de Dios, adornada plenamente con la gracia; literalmente, “concebida en la gracia”. Este privilegio singular ayudó a María, nueva Eva, a prepararse para ser la Madre de su Redentor y de nuestro Redentor (cf John Henry Newman, Carta a Pusey).


El sentido de la fe, en virtud del cual “la totalidad de los fieles no puede equivocarse en la fe” (Lumen gentium, 12), ha precedido a la teología a la hora de reconocer esta verdad de la revelación. María es la mujer que aplasta la cabeza de la serpiente (cf Génesis 3, 15), la “llena de gracia” saludada por Gabriel (cf Lucas 1, 28), la mujer que escapa del dominio del dragón (cf Apocalipsis 12).


Ya en el siglo VII, en Oriente, se comenzó a celebrar la fiesta de la Concepción de María. Fiesta que se extendió por Occidente en el siglo IX. Y ello a pesar de los teólogos, preocupados por salvaguardar la universalidad del pecado original y la universalidad de la redención en Cristo.


El franciscano Duns Escoto pudo reconciliar las exigencias de la teología con el sentir de la fe, señalando que la acción redentora de Cristo con su Madre debía considerarse como “preventiva” del pecado original. El pecado era universal. La redención también. Pero la acción redentora de Cristo era, con relación a su Madre, aun más radical y más perfecta.
Pronto intervino el magisterio de la Iglesia. El Papa Sixto IV aprobó la fiesta y una misa que contenía la afirmación de esta verdad mariana, y Pío IX, el 8 de diciembre de 1854, proclamó como verdad de fe “la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano”.


María es así, en la historia de los hombres, un reflejo luminoso de la santidad de Dios y una realización ejemplar de la santidad a la que está llamada la Iglesia. A esa meta, a la meta de la santidad, Dios nos llama a todos y a cada uno de nosotros. En esta solemnidad – enseñaba Pablo VI en la Marialis cultus - se celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción de María, la preparación radical a la venida del Salvador y el feliz exordio de la Iglesia sin mancha ni arruga.
Que por la poderosa intercesión de la Bienaventurada Virgen María caminemos hacia la santidad, cumpliendo así en nosotros la voluntad de nuestro Padre Dios.
Guillermo Juan Morado.