El pobre “Pinto”

Autor: Gloria Leticia Sánchez García



 

Allá en el viejo barrio se reunían los niños a jugar por las tardes; cuando habían regresado de la escuela, cuando habían comido y cuando habían terminado sus deberes. Recordemos que en ese entonces el tiempo era bastante para hacer todo, las horas eran largas y si uno no las aprovechaba positivamente, los días se tornaban rutinarios y aburridos.

De tarde en tarde se podía observar a un viejo perro que se acercaba por las casas en busca de alimento y también se acercaba a los chicos en busca de compañía y para sentir que pertenecía a alguien. Los chicos le llamaban el “Pinto”, porque en su pelambre negro se podían ver algunas manchas blancas que salpicaban todo su cuerpo. 

A cambio de un pedacito de pan o de una caricia el Pinto lamía las manos y movía la cola agradecido. Las niñas, a veces, le ponían alguna mascada o algún gorro para jugar con él. Algunos niños lo entrenaban para competir con él en las carreras. Los más pequeños no le hacían mucho caso, entonces el buen Pinto se echaba cerca para observarlos. El perrito aquél era de todo el barrio, pero había adoptado como un compromiso ser el cuidador de los niños.

Había un grupo de muchachitos más grandes y maliciosos que un día permitieron la entrada al ocio y decidieron amarrar las dos patas delanteras del pobre Pinto y el perro andaba en un pesado trote, casi yéndose de bruces, cosa que a los muchachos divertía. Uno de ellos llegó con un bote de pintura verde y se le ocurrió aumentar las manchas del Pinto y lo llenó de pintura. El indefenso perro, queriendo escapar, intentó alejarse atrave-sando por un lote de desperdicios y como llevaba las patas atadas, cayó en un charco de aceite y a duras penas se pudo poner en pie. Al verlo salir de allí su aspecto era tan terrible que todos se empezaron a burlar del pobre Pinto, y un muchacho que estaba tratando de encender un petardo, le aventó el cerillo prendido y como en su pelo había aceite y grasa, se le empezó a 
quemar. Esto empezó a propiciar gritos salvajes entre la chiquillada, que en lugar de apagarle el pelo, se pusieron a dar vueltas alrededor de él. El perrito como pudo empezó a revolcarse en la tierra y en ese momento una muchachita le lanzó una cubetada de agua jabonosa que encontró por ahí.

En eso estaban cuando apareció por allí un zorro que pretendía entrar en un corral de gallinas, y al ver a los niños les empezó a gruñir amenazador. El Pinto, a pesar de su condición, muy valiente se puso al frente para defender a los niños. El zorro furioso se le echó encima suscitándose una gran pelea, donde por supuesto, el Pinto con sus patas atadas estaba en desventaja, no obstante, en su papel de defensor, dio al zorro una fuerte mordida en el hocico, que hizo que éste se alejara del barrio aullando a toda prisa. 
El Pinto se quedó tirado; atado, pintado, sucio, quemado, mojado, manchado y con profundas heridas. Los niños se acercaron y él los miraba con aquellos ojos fieles llenos de humildad. Se escuchó un chillido apagado y al momento murió. No hubo consuelo para los niños, que además de perder un buen amigo, se sentían totalmente culpables. Este fiel animalito había dado su vida por defenderlos.