Rondó veneciana

Autor: Germán Sánchez Griese

Fuente: catholic.net con permiso del autor




Para esta Semana Santa, desde Europa, Concepción Topete nos presenta un delicioso cuento donde se junta el realismo mágico, la aventura y una pizca de realidad... Te invitamos a sumergirte en este delicioso cuenta que puede cambiar el resto de tu vida.

Debía darse prisa si quería llegar a tiempo para la cita con Karla pues San Marcos y los caminos aledaños siempre estaban atestados de gente. Metódico y disciplinado Alejandro acostumbraba más bien la soledad y la reflexión, sin ser huraño o esquivo. Jovial y decidido había templado su carácter en el deporte alternando las sesiones de gimnasio con el tenis. Pero aquellos ya eran otros tiempos, pertenecían al pasado de su vida en donde los días, las semanas y los meses se llenaban de universidad, amigos y actividades sociales. Tiempos en que el mañana no tenía otro horizonte más lejano que la fiesta del fin de semana y si se esforzaba un poco más podía llegar a las vacaciones de Semana Santa en su casa de Valle o en la finca de los abuelos en Fortín de las Flores. Un pasado cambiado por un presente lleno de futuro, un futuro que ahora tenía la eternidad como límite.

En el tren de Mirino a Venecia los recuerdos le llegaban en cascada. No eran más de seis meses que había tomado el mismo tren para llevar a cabo su primera misión. Estrenaba sus 24 años y un título de arquitecto. Comenzaría su labor animando grupos de adolescentes y jóvenes en parroquias y colegios, alternándolo con actividades deportivas para atraer a los chicos a las actividades de formación.

Se asomó por las ventanillas del tren: niebla, una niebla muy distinta a la de los amaneceres veracruzanos, la niebla-smog de la ciudad de México, la niebla de la noche en que comunicó a Karla su proyecto. Habían sido novios por dos años, se querían y una próxima boda no era ya una idea del todo descabellada: con su título de arquitecto casi a la puerta y una clientela más que asegurada por los contactos de su papá, las ideas comenzaban a convertirse en planes firmes.

Pero aquella Semana Santa le había cambiado la vida. ¿Qué fue lo que le golpeó más? ¿La miseria extrema de los mixes y los zoques? ¿La felicidad que irradiaba en sus caras? ¿El deseo de hacer algo por los demás y no quedarse con los brazos cruzados? ¿La sensación de aburrimiento, fastidio y vaciedad que experimentó cuando llegó a su casa? ¿La envidia de ver a Luigina y Gianluca felices, dando su vida entre aquellos indios de la Mixteca?

No lo sabía ni quería averiguarlo, sólo sabía que una nueva realidad le hervía en su corazón y no podía quedarse sin hacer nada. Con tenacidad febril terminó su proyecto de tesis en tres meses. Y así, con el título en mano invitó a Karla a cenar en aquella noche de niebla.

Ella no daba crédito a lo que escuchaba y veía. El anillo de compromiso, un título y unos ojos negros que la cuestionaban. Esperar a Alejandro dos años... ¿por qué, para qué? Alejandro era medio loco, es cierto, pero ¿a qué extremo llegaba ahora? Si no la quería, ¿por qué tenía que inventarse ese cuento de la evangelización de Europa?

Karla se vio reflejada en los ojos de Alejandro, le sostuvo la mirada, acarició el anillo y cerró el estuche.

- Alejandro, tu sabes que esto no puede ser, no puede continuar. Te quiero, pero no te entiendo, no sé... no puedo esperar... dos años, ¿te has vuelto loco?

Mestre, última estación antes de Venecia Santa Lucía. Estaba a tiempo. La clase en la escuela de San Francesco della Vigna no le llevaría más de 45 minutos y de ahí a San Marcos.

“Mi decisión sigue firme.” LA misma respuesta en correo electrónico, por más que explicara, suplicara, escribiera. De nada habían servido las fotografías dando clases, animando los grupos, predicando ejercicios en Treviso. “Mi decisión sigue firme”.

Pero uno de estos correos tenía algo especial. “Mi decisión sigue firme. Venecia, Plaza de San Marcos, 18 de febrero al mediodía”. Por unos amigos se enteró que Karla vendría con unas amigas a Europa. Era su oportunidad para explicarle tantas cosas, para que lo viera, para que lo palpara con sus propios ojos.

Tomó el vaporetto y bajó en la estación de Vallaresso. La neblina comenzaba a alzarse en aquella hora de la mañana y S. Giorgio saludaba a San Marcos con una débil silueta perdida en el horizonte. No se pudo concentrar al dar la clase. Se despidió de sor Chiara Francesca y salió de la escuela, no sin antes hacer una larga visita al Santísimo de la iglesia.

Se anudó la bufanda roja al cuello y con las manos en los bolsillos de la chamarra recorrió el interminable laberinto de puentes, calle que va de un sestiere Castello al sestiere San Marco.

El campanario de la plaza comenzó a marcar el mediodía. Karla estaba ahí, justo enfrente de la Catedral con la mirada buscando a Alejandro. Él la observaba sin ser visto, desde las arcadas del Palazzo Ducale. 

Caminó hacia ella.

Karla lo reconoció y le pareció más guapo que nunca. Pensó que el ambiente europeo le sentaba muy bien. Se dejó abrazar por Alejandro, pero ella no se movió. Alejandro lo entendió y sólo esbozó un tímido beso en su mejilla.

- “Estás muy frío, Alejandro.
- “Es invierno, ¿qué quieres que haga?”

Las palomas habían comenzado a revolotear en medio de ellos y era difícil caminar entre ellas.

- “Tomamos algo, Karla”.
- “No Alejandro. ¡Estos animales, cómo molestan!
- Vamos un poco hacia el puerto. Ahí nos sentamos y tomamos algo.
- No insistas Alejandro. No voy a tomar nada contigo. Vámonos de aquí que estos animales me están poniendo nerviosa.

Alejandro la tomó suavemente del brazo y caminaron entre las columnas del león alado y San Marcos. Pasaron enfrente de San Giorgio y justo enfrente del Puente de los Suspiros Karla se detuvo.

Contempló por un momento la cara de Alejandro. Sus ojos negros le trajeron el recuerdo de aquella cena que dejó sin probar. Y sin que mediara ningún diálogo, ninguna sonrisa, ninguna palabra de afecto, le preguntó:

- ¿Por qué lo haces Alejandro? ¿Por qué haces todo esto?
- ¿Qué porqué lo hago?

En aquel momento se hizo un silencio en la mente de Alejandro. Vio a Karla que sin ninguna expresión en la cara esperaba una respuesta. ¿Sería capaz de entender? Ella que amaba la seguridad a toda costa, ¿podría entender los deseos de aventura que ahora llenaban su vida? Ella que centraba la felicidad en la posesión de cosas materiales, ¿podría entender que se puede ser feliz sólo con lo estrictamente necesario?

Buscó la respuesta en el baúl de la historia. Lo primero que vio al abrir el baúl fue la sangre de los mártires romanos regando las arenas de circos y lozas romanas. Junto a la sangre estaba el polvo impregnado en los pies de miles y miles de misioneros europeos que habían recorrido selvas, montañas y desiertos desde la Alta California hasta la Patagonia para transmitir una fe viva y audaz, capaz de fundar un nuevo mundo. Y al fondo del baúl vio unas brasas debajo de un montón de cenizas. Las brasas de la fe de Europa que habían incendiado el mundo entero. Con cuidado tomó esas brasas, aún calientes y palpitantes y con la fe de los tres siglos de América comenzó a soplar sobre ellas. Y las brazas se convirtieron nuevamente en fuego.

Todo esto sucedió en unos cuantos segundos. De aquel fuego, de aquel polvo, de aquella sangre y de aquel baúl surgieron unas palabras que borbotaron en su lengua:
- Lo hago por agradecimiento. Por agradecer la fe que he recibido y que me llegó de Europa...

Karla se le acercó y lo besó, acariciando el pelo que salía de su gorro azul.
- ¿Sabes? Eres un loco...
- ¿Me esperaras Karla...?
- No lo sé Alejandro, no lo sé...

La lluvia comienza a caer en Venecia y Alejandro regresa a casa. Sobre su rostro hay agua y él no sabe si es lluvia o una lágrima que se ha escapado y ha ido a parar al baúl de la historia.