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Autor: Gerardo García Helder

           

San Agustín fue durante toda su vida un continuo buscador de la verdad, de la felicidad, de la belleza, del Absoluto, de Dios, de “aquel bien que se busca para encontrarlo con mayor dulzura y se encuentra para volver a buscarlo con mayor avidez” (1).  

          Esta búsqueda incesante sería un obrar que sigue a nuestro ser, una consecuencia obligada de nuestra esencia o naturaleza; como le dice Agustín a su divino interlocutor al comienzo del libro de las Confesiones: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (2).  

          Es Dios mismo, el Creador, quien sembró en nosotros este deseo/inquietud, esta sed que nos impulsa internamente: “Señor, con un secreto aguijón espoleaste mi incertidumbre hasta que mi interna intuición descubrió tu certeza” (3). Y es también él quien garantiza el final feliz de nuestra búsqueda ya que “no es propio de Dios abandonar a aquellos que buscan la verdad” (4).  

          Agustín concibe al hombre esencialmente como una criatura surgida por voluntad amorosa del Sumo Bien que lo llama a la existencia sacándolo de la nada, del no ser. El deseo y la búsqueda del bien, por un lado, y el tender al mal (o la nada), por el otro, son realidades humanas que se explican por el doble origen: “Es tal la fuerza del bien que hasta los malos lo buscan” (5).  

          Si la vida de cualquier hombre es una continua búsqueda, mucho más lo es “la vida del hombre cristiano (que) es toda un santo deseo. (...) En esto consiste nuestra vida: en ejercitarnos con el deseo” (6). Por eso: “busquemos a Dios ayudados por él. Aquel a quien hay que encontrar está oculto, para que lo busquemos; y es inmenso, para que, después de hallarlo, lo sigamos buscando” (7).  

          La aceptación de Dios como fin último de nuestra búsqueda y sentido de nuestra vida, no hace sino encendernos en el afán de esa búsqueda. “¿Qué significa busquen siempre su rostro? Sé que la unión con Dios es un bien para mí; pero si siempre se busca, ¿cuándo se encuentra? Si la fe ya encontró a Dios, aún lo busca la esperanza. La caridad también lo encontró por la fe, pero quiere poseerlo por la visión, en donde entonces de tal modo será encontrado, que nos bastará, y no se le buscará ya más” (8).

“Las realidades incomprensibles se han de seguir buscando una vez encontradas. Y no se crea que no ha encontrado nada el que descubre la incomprensibilidad de lo que busca” (9).  

      Las contrariedades de la vida sirven para mantener la

tensión de la búsqueda. “Si siempre nos sonriera la calma de la engañosa prosperidad, no suspiraría el alma humana por el puerto de la auténtica y cierta seguridad” (10).   

          Todo buscador es un peregrino que no puede detenerse en su caminar; por eso el maestro experimentado que es Agustín nos exhorta: “Cantemos, hermanos, el aleluya. No como deleite del descanso, sino para animar nuestro trabajo. Como cantan los peregrinos en ruta; canta, pero camina; consuela con el canto tu trabajo, no ames la pereza;  canta, pero camina” (11).  

          En el camino, muchas veces nos detenemos ante criaturas que parecen poder saciar nuestros deseos, caemos engañados en la tentación de la ilusión; pero pronto reaparece nuestra sed de más, nuestra inquietud, porque sólo Dios poseído eternamente puede saciarnos. En el cielo “Dios lo será todo para todos. Será la meta de nuestros deseos, él mismo, contemplado sin fin, amado sin hastío, alabado sin cansancio” (12).  

          “Quien quiere alcanzar algo tiene el ardor del deseo. El deseo es la sed del alma” (13). “Tu deseo es tu oración; si el deseo es continuo, continua es la oración” (14). Pero no siempre lo que se desea es lo mejor o lo más conveniente para uno: “Tú sabes lo que deseas, él sabe lo que te conviene” (15).

          Buscar y orar van de la mano. Así termina san Agustín sus Confesiones: “A ti es a quien se debe pedir, en ti es en quien se debe buscar, a ti es a quien se debe llamar: así, así se recibirá, así se hallará y así se abrirá. Amén” (16).  

 

“Señor, si con la fe llegan a ti los que te buscan,

no me niegues la fe; si con la virtud, dame la virtud;

si con la ciencia, dame la ciencia.

Aumenta en mí la fe, aumenta la esperanza,

aumenta la caridad” (17).

 

 

 

“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,

tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera,

y así por fuera te buscaba; y, deforme como era,

me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste.

Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo.

Me retenían lejos de ti aquellas cosas que,

si no estuviesen en ti, no existirían.

Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera;

brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera;

exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo;

gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti;

me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti.

Cuando yo me adhiera a ti con todo mi ser,

ya no habrá más dolor ni trabajo para mí,

y mi vida será realmente viva, llena toda de ti.

Tú, al que llenas de ti, lo elevas,

pero, como yo aún no me he llenado de ti,

soy todavía para mí mismo una carga” (18).

 

 (1) La Trinidad 15, 1, 2.

(2) Confesiones 1, 1, 1.

(3) Confesiones 7, 8, 12.

(4) Soliloquios 2, 15, 27.

(5) Sermón 29, 1.

(6) Tratados sobre la Primera Carta de san Juan 4, 6.

(7) Tratados sobre el Evangelio de san Juan 63, 1.

(8) Comentarios a los salmos 104, 3.

(9) La Trinidad 15, 2, 2.

(10) Carta 131.

(11) Sermón 256, 3.

(12) La ciudad de Dios 22, 30, 1.

(13) Comentarios a los salmos 62, 5.

(14) Comentarios a los salmos 37, 14.

(15) Sermón 80, 2.

(16) Confesiones 13, 38, 53.

(17) Soliloquios 1, 1, 5.

(18) Confesiones 10, 26, 38-39.  

Extraído del libro “ABC de San Agustín. Apuntes de espiritualidad agustiniana”

Gerardo García Helder (128 páginas editado por A.MI.CO. en Buenos Aires, agosto de 2004)