El cielo ya ha respondido…

Autor:  Juan Antonio Ruiz

Fuente: Gama

 

 

Ningún hombre permanece indiferente cuando el dolor toca a su puerta. Nadie puede sentirse ajeno a esta realidad propia de la vida humana. Desde la persona más rica hasta la más pobre, desde un vagabundo hasta el Papa tienen como compañero de camino el dolor. El mismo Cristo, que se hizo en todo semejante a nosotros, menos en el pecado, también quiso experimentar en su propia vida este amargo trago (cf. Heb 2, 9-18).

Pero lo que resulta especialmente curioso, sin embargo, es el hecho de que, ante una misma situación de sufrimiento, dos personas reaccionen de forma totalmente opuesta. Incluso sin existir una diferencia real y objetiva en el hecho que origina el dolor, ambas personas salen diametralmente por caminos diversos.

Elie Wiesel, el joven que acuñó el término “Holocausto” en un célebre artículo en el periódico The New York Times, nació en Rumania en 1928 de una familia judía. Por este motivo, y cuando tenía 12 años de edad, fue internado en Auzchwitz. Ahí fue testigo del asesinato de su padre y de una de sus tres hermanas y poco después, en otro campo de concentración, también vería morir a su madre. Esta penosa experiencia le cala en el alma, como se percibe en el inicio de su relato titulado La noche:

*No lejos de nosotros, de un foso subían llamas gigantescas. Estaban quemando algo. Un camión se acercó al foso y descargó su carga: ¡eran niños! Sí, lo vi con mis propios ojos. No podía creerlo. Tenía que ser una pesadilla. […] La voz de mi padre me arrancó de mis pensamientos: Lástima… Lástima que no hayas ido con tu madre. He visto muchos niños de tu edad que se iban con su madre…

Su voz era terriblemente triste. […] A nuestro alrededor todos lloraban. Alguien se puso a recitar el Kadish, la oración de los muertos. […] “Que Su Nombre sea santificado”, murmuró mi padre. Por primera vez sentí crecer la protesta en mi interior. ¿Por qué iba a santificar Su Nombre? El Eterno, el Señor del universo, el Todopoderoso y Terrible callaba. ¿Por qué habría de alabarle?

Jamás olvidaré esa primera noche en el campo, que hizo de mi vida una larga noche bajo siete vueltas de llave. […] Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y que dieron a mis sueños el rostro del desierto. Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir+.

El dolor marcó profundamente el alma del joven Elie, y desde entonces su vida ha sido un mar de desilusiones y de llanto.

Por otro lado, en el mismo lugar en donde se encontraba el joven Wiessel, otro ser humano igualmente joven – más aún, una niña – experimentaba unos dolores y sentimientos muy similares. En efecto, tras una larga estancia en un escondite, el 4 de agosto de 1944, Ana Frank y siete judíos más, entre ellos familiares suyos, fueron detenidos por la SS y deportados a diferentes campos de concentración. Ana y su hermana fueron a Auschwitz. Y si en su Diario se podía leer la jovialidad propia de una adolescente y la religiosidad característica de un alma sencilla, los testimonios recogidos por E. Schnabel permiten sorprender instantáneas de los últimos días de su vida que siguen pintando ese rico carácter.

Madame de Wiek, por ejemplo, la recuerda en Auschwitz, con la cabeza rapada y sus grandes ojos negros, sentada cerca de la cama de un chiquillo de doce años llamado David: “Ana y él hablaban siempre de Dios”. Y continúa:

*Su jovialidad había desaparecido, pero seguía siendo viva y afectuosa. Para pasar lista, para el trabajo, para la distribución de alimentos, estábamos divididas en grupos de cinco (por lo demás sólo teníamos una taza para cada cinco). Ana era la más joven de su grupo, y sin embargo era la jefa, y repartía el pan en el barracón: lo hacía bien, con equidad, y a nadie se oyó reclama+.

Al poco tiempo, Ana y su hermana fueron trasladadas a Bergen-Belsen, en donde murió como consecuencia de una epidemia de tifus, “con la certeza de que la muerte no era una desgracia”, concluye el relato.

Ambos personajes arriba expuestos vivieron situaciones muy parecidas, casi calcadas: mismo lugar, pérdida de seres queridos, muerte de inocentes. Pero el resultado del dolor en ambos es abismalmente distinto. ¿Qué es lo que causa esta divergencia tan grande en dos seres humanos que viven situaciones tan análogas?

Aunque el sufrimiento es y será siempre un misterio, parece ser, según los testimonios que hemos visto, que la presencia de Dios es necesaria en la vida si de verdad quiere darse una respuesta al problema más agudo del ser humano: ¿Por qué sufrimos? Y no se trata de cualquier tipo de sufrimiento, sino de situaciones más profundas: cuando traicionamos o somos traicionados, cuando herimos a alguien que queremos o somos heridos por ellos, incluso en esa herida tan profunda que llamamos muerte.

Esta realidad, este sufrimiento nos revela que, lejos de lo que los animales puedan sentir, en el hombre existe otra realidad: la espiritual. Y si se busca una medicina para el dolor físico, es necesario también buscarla para este sufrimiento del alma. Y esto se responde no con un “¿por qué?”, sino con un “¿para qué?”. Y la respuesta viene del sentido de trascendencia, de la presencia de Dios. En efecto, más allá de la muerte y del sufrimiento hay vida y gozo.

Ahora bien, esta trascendencia no es una experiencia meramente sentimental, sino un encuentro con Alguien. Esto es muy importante: cuando alguien sufre necesita que otra persona esté a su lado y sufra con él, aunque no pueda entender ese sufrimiento. ¡Quién sino Cristo es quien mejor nos acompaña! Lo podemos resumir en tres pasos:

a) En primer lugar, vino a la tierra y sufrió con nosotros. No es un Dios lejano, sino que ha compartido nuestro sufrimiento, llorando, pasando hambre, incluso muriendo. Él sabe, en efecto, lo que significa todo esto.

b) En segundo lugar, al hacerse hombre transformó el significado de nuestro propio sufrimiento. En efecto, nosotros, como cristianos, ya no sufrimos inútilmente, sino que somos parte de su obra de redención. Nuestros dolores de muerte se convierten en dolores de parto para el cielo, no sólo para nosotros, sino también para aquellos que amamos.

c) Y en tercer lugar, murió y resucitó: muriendo, pagó el precio de nuestras culpas y nos abrió el cielo; resucitando, transformó la muerte de un simple hoyo a una puerta, de un fin a un principio.

Puede parecer una mera reflexión “beata”, pero es más profundo de lo que uno cree. En efecto, ante la muerte de un ser querido, cuántas condolencias nos llegan, diciendo algo más o menos así: “¡Sé que nada te volverá a traer a tu ser querido, pero…” En realidad, ya no importa nada lo que siga después. No importa el consuelo psicológico que sigue a ese “pero”. El cristianismo, sin embargo, dice algo al desconsolado que le hace lo demás trivial, algo que ese desconsolado desea escuchar y tener constancia de modo infinito: Dios puede y te regresará tu ser querido a la vida. Hay una resurrección. ¿Qué diferencia hace esto? Simplemente la diferencia entre el gozo infinito y eterno y la pena infinita y eterna.

Entonces, ¿para qué sufrimos? Esta misma pregunta se la hacemos a ese Cristo que está colgando del madero. Pero «Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento» (cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Salvifici Doloris, Cap. VI, nº 26). Escuchamos la respuesta cuando Cristo nos permite participar de su propio sufrimiento. En efecto, para el cristiano el sufrimiento es una vocación, se convierte en un medio de servicio, de hacernos nosotros mismos un don para los demás, indirecta o directamente. Indirectamente con nuestro ofrecimiento y directamente con nuestra ayuda a paliar el sufrimiento de los demás, haciéndolo del mismo modo en que Cristo lo ha hecho con nosotros: acompañándoles y sufriendo con ellos.

Con estas líneas, espero poder dar una posible respuesta a Albert Camus, cuando, siendo todavía un adolescente, encontró en el suelo el cadáver de un niño árabe aplastado por un autobús; ahí estaban los padres desconsolados del niño. El futuro premio Nóbel señaló el cadáver y le dijo a su compañero: «Mira, el cielo no responde». Pero el cielo ya respondió. Somos los hombres los que nos empeñamos en no querer incluir en nuestro “hábitat” esa trascendencia necesaria en toda vida, ligada a un continuo sufrir. Es más, podemos decir que Cristo mismo ha sufrido y que, por lo tanto, en el sufrimiento por ese niño muerto también participan las lágrimas de un Dios que ha afrontado su dolor y ha querido dar sentido a todo nuestro mundo, también al mundo del sufrimiento.