Si no fuera Alejandro…

Autor:  Evanibaldo Díaz

Fuente: Gama

 

 

Cuentan que un día el gran General Alejandro Magno fue a visitar al filósofo Diógenes. Alejandro, hombre de poder y de lujo, después de un seco diálogo con el cínico, quedó impresionado por la simplicidad y las respuestas del excéntrico filósofo. Una vez emprendido el viaje de regreso a su palacio, le dijo a uno de sus soldados: “Si no fuera Alejandro… me gustaría ser Diógenes”.

Y es que todos llevamos un poco de Alejandro incrustado en nuestra alma, es decir, un sano orgullo de ser quienes somos y una pizca de ingenua melancolía por quien no somos. Y no hablo aquí de traumas o crisis emocionales, sino simple y llanamente de la aceptación de nosotros mismos y del deseo de superarnos. Una y otro tan legítimos como humanos.

Ninguno, al menos entre quienes yo conozco, es bueno para todo. Hay quien ciertamente tiene cualidades excepcionales y es capaz de avanzar por la vida más fresco que Don Quijote por la Mancha, pero a unos y a otros nos falta siempre algo. Lo importante es valorar lo que se tiene, aceptarse y sudar la camiseta por vivir la vida con ganas y siempre mejor que ayer. El camino más fácil para la propia infelicidad es la negación de nosotros mismos.

Nadie, nunca, en ningún lugar ha dicho que quererse a uno mismo es malo. Incluso Nuestro Señor llegó a decir que teníamos que amar a los demás como a nosotros mismos. Porque amarse a uno mismo no es lo mismo que amarse desmedidamente. Lo primero es normal, lo segundo es un vicio; lo primero es sano y lo segundo un cáncer moral devastador que se llama egoísmo.

Sin embargo, este amor propio tiene no sólo un elemento estático. En realidad, no basta “comprenderse y aceptarse en su justa medida”. El amarse a uno mismo es la fuente primera de nuestro amor a los demás, y allí está lo dínámico. Sí, aunque parezca raro, ¿cómo voy a ser capaz de querer el bien del otro si no conozco siquiera lo que es un bien para mí? Sería ilusorio desear para los demás algo que ni yo mismo conozco o aborrezco. Es más, lo paradójico es que, amando más a los demás, también nos amamos más a nosotros mismos; siempre que de verdad sea un verdadero amor, que en vernácula, se dice: donación, entrega y sacrificio.

Por tanto, la autoestima encuentra también un puesto entre las virtudes cristianas y sirve como verdadero propulsor para la verdadera caridad. La manera práctica de vivirla es ser lo que se es delante de Dios, sentirse amado por él y aceptar su cariño paternal con un alma agradecida. Como dice el Kempis: “no eres más por que te alaben ni menos por que te critiquen; lo que eres a los ojos de Dios, eso eres”. Y para el cristiano su verdadera imagen es la que presenta delante de Dios. Sería injusto e incluso ingrato no amarnos a nosotros mismos, cuando el mismo Dios no deja de amarnos.

El fruto concreto de esta verdadera imagen es la tranquilidad, la paz interior y un sano saber encarar el día a día con garbo y coraje, sin quedarse en lamentaciones inútiles o en estados anímicos. ¿Es díficil? Y más que eso, pero lo que marca la pauta no es la dificultad sino quiénes somos. “ Mas si es preciso saber alentar a los demás, es preciso también saberse alentar a sí mismo. Sin esa comprensión mutua y propia todo quedaría inerete en nuestro espíritu, porque todos tenemos horas dulces y horas de amargura; todos tenemos horas de paz y horas de combate y en unas y en otras, es preciso avanzar, seguir siempre adelante, porque el enemigo no duerme y el tiempo que se nos concede para merecer es bien corto”.

Si no fuera -y sólo si no fuera-… a mí también, quizá… me gustaría ser Diógenes.