“Olvidos”

Autor:  Héctor Lugo Alba

Fuente: Gama

 

 

 Todos poseemos un baúl de recuerdos maravillosos. Aún nos llena de orgullo el repasar aquel glorioso 1968, cuando Neil Armstrong acariciaba por primera vez la perla de la noche. Todavía se acelera nuestro corazón cuando deslizamos nuestro pensamiento en aquellas memorables imágenes de un Armando Maradona arrancando de su asiento a una multitud rugiente, sencillamente con unos graciosos toques de predistigitación futbolística. Aún nos causa hilaridad el recuerdo de nuestras pillerías infantiles, como quizá la chincheta en el asiento del compañero de clase o la goma de mascar en el timbre de la casa vecina. Tampoco se nos escapa el calor de aquel apretón de manos del viejo amigo encontrado en el camino de la vida. Y es que esto es así: en nuestro peregrinar por este mundo existen momentos inolvidables, personas incomparables y cosas inexplicables que dejan su impronta en nuestra memoria.

Pero, por desgracia, posiblemente por nuestra conciencia de historicidad cada vez mayor, poco a poco el pasado se nos hace más pasado y preferimos dejarlo así, en pasado, para aferrarnos únicamente a nuestro presente. Ya es difícil encontrar la escena del abuelo rodeado de sus nietos mientras les narra sus travesías como capitán de guerra o el modo en que conoció a la abuela. Lo que sí es más fácil de ver es a niños adoctrinados por el Nintendo y abuelos hipnotizados por el Internet, viviendo únicamente su presente. Porque la nueva ley es el “carpe diem” horaciano, esto es: “vivirás el presente y en consecuencia, buscarás disfrutarlo al máximo”. Vivir por vivir; el presente por el presente; pero un presente tan estéril que se nos fuga como una bella alucinación de una felicidad que cada vez nos resulta más lejana.

Sin embargo, ahí está el otro lado, el contraste. Esas cosas que no pasan, ese pasado que no quiere dejar de pasar, o mejor dicho, que no pueden dejar de pasar aunque nosotros nos empeñemos por olvidarlo. Ese pasado con el que se debería gloriar la humanidad entera y llenarse de satisfacción el orbe; ese pasado del que somos herederos y que hace presente nuestro presente, dándole plenitud, y proyectando nuestro futuro, colmándolo de esperanza. Ese pasado tan actual que nunca dejara de pasar. Y este pasado que cobra una dimensión trascendental sólo puede darse en el único ser que no pasa: Dios. Y un Dios que para poder entrar en la historia se hizo hombre como nosotros, dándo lugar a ese acontecimiento que llamamos “Navidad”.

Pero, ¿qué es la Navidad?. Pregunta obvia, pero olvidada. Si nos dedicáramos a hacer una encuesta. Las respuestas serían tan variadas como los entrevistados y con sorpresa nos encontraríamos respuestas tan absurdas como convencidas: “Es el tiempo gordo de todo comerciante”, “Es cuando a uno le traen regalos”, “Es, sin duda, cuando se tienen las mejores vacaciones del año”... Y posiblemente a más de alguno el hecho le resultará indiferente y hasta vergonzoso.

¿A qué se debe este olvido?. Se debe muy seguramente a que no está en conformidad al “mandamiento carpetiano”: Vivir mejor hoy y gozar aún más. Porque ese niño pobre de Belén no se parece en nada a los héroes que nos lega la fascinación de la pantalla grande. Esos hombres de oriente que ofrecen regalos, nos parecen fanáticos extremistas que han perdido todo en un arranque de locura. Esos pastores pobres que en su sencillez se presentan a su Dios, nos resultan tan ridículos como ineptos, incapaces de entender lo que sólo nosotros podemos entender, “que en el ganar dinero está la felicidad” y no en perder el tiempo en tonterías. En definitiva, es un conjunto que quiebra nuestros esquemas, pues no aparecen ni los aplausos, ni la pantalla grande, ni tampoco la fama, sino que por el contrario vemos a un niño que se conforma con un pesebre pobre y la compañía de personas tan pobres como Él.

Aún así, la “olvidada Navidad” no deja de pasar. Y de este modo, Dios vuelve a nacer cada año como aquella primera vez en un pesebre, quizá más pobre y miserable que el primero, que es el corazón del hombre. Y ese Dios, no busca lo pasajero, sino lo que perdura, y por ello no le interesa el aplauso del hombre sino el hombre que aplaude; no le quiere llamar la atención del telespectador, sino atender la llamada del telespectador; no busca la fama sino afamar a sus fans. Ese Dios que no nos olvida y menos se avergüenza de nosotros. Ese Dios que año con año nos vuelve a dar su salvación: Luz a los ciegos del alma, esperanza a los desconcertados por el dolor, libertad a los prisioneros de sus pasiones, firmeza al que vacila y una dósis de amor renovado al que comienza a desfallecer, y sobre todo nos da una mano y un abrazo que nos permite trascender nuestro presente para tener ya un anticipo de la casa del Padre. Esa es la Navidad de Cristo Eterno, no la Navidad del mundo fugaz.

Lo que sucede es que en los desafíos que nos presenta la vida olvidamos lo que es verdaderamente importante, eso que no pasa y da sentido a nuestra vida. Olvidar algo del pasado es olvidar algo que sucedió, pero olvidar a Dios es haber quitado sentido a nuestra existencia. Hay olvidos que son de la memoria, pero hay otros que son los olvidos del corazón. Ojalá que esta Navidad no se nos olvide lo principal.