Correo LXXXI: Ana y un misionero con "alma"

Autor: Padre Francisco Baena Calvo

 

 

Ana: 

Me dices que te emocionó la vida y el testimonio de Van Thûan. Y me invitas con urgencia a que te cuentes historias de gente “con alma”. ¡Cómo me gusta esta expresión y qué bien suena viniendo precisamente de ti!

En la novela “Las sandalias del pescador” de Morris West el cardenal Rinaldi, poco antes de ser elegido el papa, un papa eslavo, Cirilo Lakota, comenta que había que elegir un hombre “con corazón suficiente para saber lo que muerde las entrañas de otros hombres y los hace sollozar de noche contra las almohadas”. 

¡Si, necesitamos personas capaces de compadecerse del prójimo y capaces de emocionarnos por dentro! ¡Sin duda, Van Thûan, como tantos otros, tienen esa virtud y esa capacidad!

Ana, un misionero, al que yo conocí, contó su maravillosa experiencia: “ Cuando tenía 15 años me separé de la Iglesia y andaba distraído. Mi madre, que era una mujer de fe profunda y gran observadora, callaba ante mi abandono repentino de la práctica cristiana. Yo andaba ocupado en otros menesteres, entusiasmado con mis diversiones y con mis amigos. 



Un día, recuerdo que era un día lluvioso, buscando el momento y el lugar adecuado, me preguntó: “¿Hijo, amas a Dios? 

Aquella pregunta me dejó perplejo y no sabía qué contestar.... ¡Verdaderamente aquella pregunta me dejó sin palabras!

Intenté darle respuestas evasivas y sin querer interiorizar mucho en mí. Quise expresarle que la práctica religiosa me decía bien poco y que me aburría sobremanera. ¡No hubo manera de callarla y convencerla!

Ella repuso: “No te hablo de la práctica religiosa. Te pregunto si amas a Dios. Te recuerdo que si tú lo abandonas, El jamás lo hará y que Dios te ama por encima de todo. No lo olvides”. 

Fueron solamente aquellas palabras, breves y contundentes, las que mi madre tuvo conmigo. No fueron reproches ni discursos, eran palabras de un corazón que amaba mucho a Dios. 

Mi madre se marchó a sus menesteres como ama de casa, y aquella pregunta no me dejaba tranquilo en ningún momento durante años. 

¡No hay al azar en la vida de los hombres, y todo lo que nos pasa tiene un sentido en nuestra historia de la salvación y en nuestra propia santificación!

Al cabo de varios años, en un momento de profundización, me pregunté algo realmente increíble: “Si Dios me ama, ¿qué podré hacer yo para corresponderle que le agradara de verdad? Y pensé que lo que realmente agradaba a Dios era entregar mi vida al servicio de los demás y hacerlo desde Él. Y a los 19 años ingresé en el Seminario”.

No estaba todo perdido para Dios ni para mi madre. Ella era una mujer grande de fe muy profunda”.

Ana, esa fue la experiencia maravillosa de este misionero, que llevaba ya treinta años de misión en países africanos. 

Un amigo.