Postal a los jóvenes

Dios es amor

Autor: Padre Felipe Santos Campaña SDB 

 

Hch 10,25-26.34-35.44-48: “El Espíritu Santo se ha derramado también sobre los gentiles”
Sal 97: “Cantad al Señor un cántico nuevo”
1Jn 4,7-10:: “Dios es amor”
Jn 15,9-17 : “No hay amor más grande que dar la vida”


Pocas palabras deben saturamos tanto en el lenguaje cotidiano como ésta: «amor». La escuchamos en la canción de moda, en la conductora superficial de un programa de televisión (tan superficial como su animadora), en el lenguaje político, en referencia al sexo, en la telenovela (más superficial aún que la animadora, si eso es posible)... Se usa en todos los ámbitos, y en cada uno de ellos significa algo diferente. ¡Pero, sin embargo, la palabra es la misma!
Sería casi soberbio pretender tener nosotros la última palabra, o pretender que «fuera de nosotros: ¡el error!». Digamos, sí, que el amor en sentido cristiano no es sinónimo de un amor «rosado», sensual, placentero, dulzón y sensiblero del lenguaje cotidiano o posmoderno. El amor de Jesús no es el que busca su placer, su «sentir», o su felicidad sino el que busca la vida, la felicidad de aquellos a quienes amamos. Nada es más liberador que el amor; nada hace crecer tanto a los demás como el amor, nada es más fuerte que el amor. Y ese amor lo aprendemos del mismo Jesús que con su ejemplo nos enseña que «la medida del amor es amar sin medida».


La cruz de Jesús, el gran instrumento de tortura del imperio romano (¿será costumbre de los imperios inventarlos?), se transforma -como otra cara de la moneda- también en la máxima expresión de amor de todos los tiempos. La cruz, símbolo de muerte y sufrimiento, pasa a ser signo vivo de más vida. En realidad con su amor final Jesús descalifica el mandamiento que dice que debemos «amar al prójimo como a nosotros mismos»; si debemos amar «como» Él, es porque debemos amar más que a nosotros mismos, hasta ser capaces de dar la vida. La cruz es la «escuela del amor»; no porque en sí misma sea buena, ¡todo lo contrario!, sino porque lo que es bueno es el amor ¡hasta la cruz! La cruz como medida puede ser medida del odio de Caifás, y también, del amor de Jesús; éste último es el que a nosotros nos interesa. Es el amor que nos enseña a mirar ante todo al ser amado, y más que a nosotros mismos, que nos enseña a no prestar atención a nuestra vida, sino la vida de quienes amamos; es el amor que nos enseña a ser libres hasta de nosotros mismos, siendo «esclavos de los demás por amor». Nada hay más esclavizante que el amor, y nada hay más liberador que el amor (para quien lo da y para quien lo recibe). Ciertamente, el amor así entendido no es «rosado» (o ¿acaso es «rosado» morir en la cruz?) el amor es fuerte y «jugado» y comprometido por el otro.


No es el amor de quienes se llaman entre ellos «amorosos» y no se sienten impelidos a «la solidaridad (que) es la verdadera revolución del amor» (Juan Pablo II); no es el amor de quienes «hacen el amor» sin cargar la cruz y sin buscar la vida; no es el amor de quienes hablan de un «acto de amor» y provocan decenas de miles de «desaparecidos»; tampoco es el amor del séptimo matrimonio de la actriz que "ahora sí, con él soy feliz"; no es esto; ni tampoco el amor del que dice que «la caridad bien entendida empieza por casa» y se manifiesta absolutamente incapaz de salir al encuentro del pobre. El amor es el de Cristo, que con su acción que lo lleva «hasta el extremo», libera a la humanidad -porque el amor libera-, aunque muchas veces nos resistamos a un amor «tan en serio».


Aquí el amor es fruto de una unión, de «permanecer» unidos a aquel que es el amor verdadero. Y ese amor supone la exigencia -«mandamiento»- que nace del mismo amor, y por tanto es libre, de amar hasta el extremo, de ser capaces de dar la vida para engendrar más vida. El amor así entendido es siempre el «amor mayor», como el que condujo a Jesús a aceptar la muerte a que lo condenaban los violentos. A ese amor somos invitados, a amar «como» él movidos por una estrecha relación con el Padre y con el Hijo. Ese amor no tendrá la liviandad de la brisa, sino que permanecerá, como permanece la rama unida a la planta para dar fruto. Cuando el amor permanece, y se hace presente mutuamente entre los discípulos, es signo evidente de la estrecha unión de los seguidores de Jesús con su Señor, como es signo, también, de la relación entre el Señor y su Padre. Esto genera una unión plena entre todos los que son parte de esta «familia», y que llena de gozo a todos sus miembros donde unos y otros se pertenecen mutuamente aunque siempre la iniciativa primera sea de Dios.