El olivo viejo

Una meditación para el Vía crucis

Autor:  H. Francisco Javier Carrión, L.C.,

 

 

Los primeros olivos de la huerta, los que están junto al cercado, no sabían si aquel grupo de hombres pasaría por el jardín. Descendían lentos y abatidos por la escalera que baja de la ciudad al amparo de la penumbra que proyectaban los pináculos. No llevaban luz de teas ni de antorchas; la luz de la luna llena
les bastaba. Y se repartía entre las túnicas blancas y los abiertos ojos. El torrente que fluye débil, casi seco, reconoció al grupo pero no pronunció sus nombres. Las hierbas del camino sabían del hombre que presidía la comitiva. ¡Tantas veces sintieron su huella! Ellos tampoco dijeron su nombre. Sus compañeros le llamaban Maestro, otros le conocían como el profeta, el taumaturgo, el galileo. Pocos conocían su verdadero nombre. Una higuera que le dio de comer, y que recibió otra oportunidad de vida, avergonzada de hojas, tampoco dijo quién era. Pero aquel olivo viejo que le vio hablar con tres de los suyos y luego apartarse a su cobijo, contemplaba su rostro enfermo de frío, donde ya se veía el terror. Y el olivo, agitando las hojas, con la voz de un susurro pronunció J e s ú s. «Jesús –repitió entre sueños el guarda del jardín, que dormía acurrucado en las esteras bajo el cobertizo del molino–, Jesús me abrió los ojos y ahora veo». A Jesús lo conocía toda Palestina, desde los cipreses de Nazaret hasta los álamos de Betania. Todos conocían su preferencia por las flores y los pájaros. El gorrión ingenuo y el lirio altivo se sentían dichosos. Pero el olivo sabía que sólo eran figuras. Y que la gloria de Jesús estaba en los hijos de los hombres, que por ellos se había hecho carne, para rescatar la primera palabra que dejó en sus bocas: el A m o r. Recorría Jesús el camino de los hombres, y todo el polvo del mundo se pegó a sus sandalias. El nombre de Jesús desveló secretos viejos. Las ramas del olivo seguían repitiendo el alba de su nombre. Y Jesús, que le escuchaba, buscó entre la fronda alguien que le amara. Y el olivo guardó silencio y dejó paso al eco del nombre pronunciado. La voz del Amado se empezó a
oír y los recuerdos ocuparon su alma.

La sangre redentora

Hacía sólo unas horas que se había reunido en intimidad con los suyos. Más atrás, habían dejado una casa de dos pisos. La luna, dañándose en la celosía, besaba el pavimento del primer templo cristiano.
Allí, en la estancia vacía, el Amor había sentido celos. «Vivamente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer». ¡Qué deseo de tenerlos cerca y para siempre! Porque sentía el aliento de
la envidia que se los quería llevar. Y c o m o la gallina cubre a sus polluelos, o el pastor atrae a sus ovejas, así velaba Jesús por los que el Padre le confiara. Fuera era de noche. «El que come mi pan ha levantado contra mí su calcañar». Y la tiniebla impaciente y triste se retorcía en el rellano de la puerta. Al fin forzó el postigo y entró. El Maestro mojó el pan en la salsa y se lo dio a Judas. Y d e t r á s del bocado entró en él Satanás. Jesús amaba a Judas, a punto estuvo de levantarse, sujetarlo por los hombros e implorarle que pensara lo que iba a hacer. Pero hacía tiempo que habían cegado el pozo de su alma y estaba seco. Él salió enseguida. Era la hora de las tinieblas. Durante la cena tomó Jesús pan, lo bendijo, lo partió, y, dándoselo a sus discípulos, dijo: «Tomad y comed; éste es mi Cuerpo». Tomó luego un cáliz y, después de dar gracias, se lo dio diciendo: «Bebed de él todos, porque ésta es mi
Sangre, la sangre de la Nueva A l i a n z a , que va a ser derramada por muchos, en remisión de los pecados. Haced esto en memoria mía». Donde Belén y el Calvario se dan la mano, en medio del silencio y del asombro, nació la Eucaristía. Y los primeros sacerdotes no comprendían del todo este misterio. Tuvo que pasar el tiempo y cuanto más celebraban la Eucaristía más se adentraban en el amor de Dios, que primero se hizo hombre y luego pan. Hombre para venir, pan para quedarse. Noche de testamento, de presentes, promesas y recuerdos. «No se turbe vuestro corazón. No os dejaré huérfanos. Estoy con vosotros», y los apretó más y más bajo sus alas. No quería que el Enemigo se llevara a ninguno de los que le eran fieles. «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como el trigo. Pero yo he rogado por ti, para que tu fe no decaiga». Juan no se había levantado
de su corazón, y seguía escuchando con más fuerza los torrentes de amor que latían tan adentro. «Si me
amáis, guardaréis mis mandamientos. Ésta será la prueba del verdadero amor, el cumplimiento de mi voluntad. Seguid unidos a mí y yo a vosotros. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho
fruto; porque sin mí, nada podéis hacer. Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros. En el mundo tendréis tribulaciones; pero confiad: Yo he vencido al mundo». Luego rezó por Él mismo –había llegado la hora– y por los suyos –aún estaban en el mundo– y por su Iglesia naciente.

Angustia de muerte
Todo esto era parte del ayer humano. Ahora en Getsemaní Jesús lo vivía de nuevo. Pero lo que le ocurría en este preciso momento era terriblemente peor. Se sentía hombre, quizás más hombre que
ayer porque temblaba, y se apoyó en el tronco del olivo para luchar contra su debilidad. Lejos de él, como a un tiro de piedra, los discípulos dormían y Jesús se sentía solo. Después de cantar el Himno, Jesús y los discípulos habían salido del Cenáculo. Ellos bajaban a Siloé con el sabor de yerbas amargas en el corazón. La Cena había sido extraña. Como una despedida, como un presagio. Tenían miedo.
Miraban a uno y otro lado. Todas las sombras les eran enemigas, y toda luz, delatadora. Pero Jesús, en medio de su hora, caminaba con firmeza. Una vez en el huerto dijo a los discípulos: «Sentaos aquí mientras voy allí a orar». Y, tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Y les dijo: «Siento tristeza de muerte; quedaos aquí y velad conmigo». Allí se quedó un rato, apoyado en el tronco del olivo más viejo. El tentador dijo que volvería en el momento apropiado. ¿Había llegado ese momento? ¿Qué le ofrecería ahora? ¿Qué reinos? ¿Qué pan? ¿Qué espectáculo? La tristeza y la angustia aumentaban. Sólo quería soledad y compañía; hablar con el Padre
Padre y sentir cerca a los suyos. El olivo, presintiendo el abatimiento de Jesús postrado, volvió a pronunciar su nombre para mostrarle que no estaba solo. Le habló con su voz: J e s ú s. Y Jesús volvió a hablar con la voz del Amado que todo lo ve.

Por ti
Jesús vio sogas de cordel, antorchas, hierros, espadas y mandobles. Sentía el golpe de turbas frenéticas y, en medio de su visión, se contempló maniatado. Alguien le había golpeado; una bofetada en la mejilla. Después el frío de la noche, la presión de los soldados y el canto de un gallo que le mostró la faz de un Pedro confundido, llorando, golpeándose el pecho a causa de una triple traición. Luego supo que Judas lo entregaba. Una soga, una higuera; un ahorcado. ¿Perdería Él también la esperanza?
Después cayó de bruces y estuvo orando así: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieras T ú ». Fue donde los discípulos y los encontró dormidos; y dijo a Pedro: «¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil». Jesús seguía en el huerto, pero su corazón
rogaba al Padre. Porque veía cada vez más negras sus manos, más llenas de delitos; su corazón más incrédulo e impío. Se sentía pecador. Porque cuando perdonaba pecadores se echaba pecados
a la espalda y ahora los veía uno a uno. Jesús escuchó otra voz: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Hablaba Pilato. «No encuentro culpa alguna en este hombre». Jesús escuchó más voces, en un tumulto
que crecía cada vez más: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» Ellos, los hombres. Allí gritaba Jonás, aquél curado en sábado. Y Tobías, el paralítico sanado, y el que era ciego, y el que fue casa de Satanás por
tanto tiempo. Jesús, desnudas las espaldas, miraba la sangre reseca de la columna. Estaba atado con cuerdas de cuero a unas enmohecidas argollas. Entonces oyó un relámpago, luego otro, otro después. Una lluvia de latigazos comenzó a arar su tierra casta. Jesús sabía de todos aquellos que habían muerto en este suplicio, exhaustos, con la espalda abierta. Pero Él lo aguantaría por ti. Este suplicio y mil más
por ti. Esto, y lo que le esperaba, por ti tenía sentido. Los soldados, cansados de azotarlo, lo vistieron una túnica de púrpura. Había empezado el mimo. Una caña en la mano derecha. Luego se arrodillaban y se burlaban de él diciéndole: «Salve, rey de los judíos». Alguno reparó en que la cabeza del rey no estaba coronada. Tomó espinas y las trenzó en forma de corona. Se la pusieron a golpes sobre la cabeza. Un enorme peso le encorvó, un peso como el de mil mundos terminó por tirarlo al suelo. Se había abrazado a la cruz. Entre golpes de varas y gritos de M u e rte al i m p o s t o r, se le alivió la espalda. Una mano extraña se entrometió en su vía dolorosa quitándole la cruz, un hombre obligado: primero por los soldados, luego por el Amor. Un blanco lino le bebió la sangre. Y se retiró asustada una doliente mujer. Ya no fue ajena la tercera mano. Era de su misma carne: la Madre Dolorosa. Y se le apareció un ángel del cielo, que le estuvo confortando. Presa de la angustia, oraba más intensamente, y continuaba el sudor de sangre que caía hasta el suelo. Se había convertido en la corona de la calavera. En el árbol único sobre la colina. Las agitaciones nerviosas y la asfixia le carcomían la vida poco a poco. Nadie le espantaba las moscas que se pegaban a sus llagas. Y el misterio del abandono del Padre le llenó de terror. Pero ellos estaban allí, su Madre, Juan, las otras mujeres. Lo recogieron en un
sepulcro nuevo y tuvo quien le diera sepultura. Yla cruz sin Él, más vacía y más desnuda, se quedó en pie sobre la tierra, como el signo de su obediencia, hasta el final del mundo. Entonces volvió donde los discípulos y les dijo: «¡Dormid ya y descansad! Ha llegado la hora, y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos. Ya está aquí cerca el que me entrega». Un viento helado removió las hojas de los olivos. Había llegado la hora. Jesús sabía lo que se acercaba: tropel de espadas y palos. Las luces de las antorchas y el griterío de la policía del templo terminó de despertar a los discípulos. En poco tiempo, un beso, un saludo, confusión, el abandono y la huida.
La gentuza que lo apresó no cerró la puerta de estacas al salir del huerto. El griterío se alejaba por el camino. A q u í en el huerto, los grillos querían serenar la noche. Pero el olivo, apurando la sangre
que manchaba su tronco, no estaba sereno. Desde entonces su oliva fue una lágrima de mártir.