La Doctrina Social Cristiana en el Nuevo Testamento

Autor: Tony Escobedo c.m.

 

En ocasiones anteriores hemos mencionado que la Doctrina Social Cristiana (DSC) contiene una serie de notas que nos alientan a tomar el sentido original del Evangelio, es decir, luchar porque nuestra manifestación religiosa no se quede solamente en los actos culturales, sino que se traduzca en la construcción de una sociedad donde todos tengamos las mismas oportunidades de crecimiento y desarrollo tanto personal como comunitario. Ante esta realidad, podemos preguntarnos ¿cuáles son las ideas centrales del Evangelio donde se apoya la DSC? Veámoslo con atención:  

Desde las primeras palabras de los Evangelios es constante la invitación a buscar a Dios en las personas más abandonadas, en las que sufren y tienen pocas posibilidades de salir adelante. Juan el Bautista anunciaba la justicia, reclamando la “conversión” a quien iba a escucharle (Mc 1,1-8). La DSC nos recuerda que el sentido bíblico de esta palabra no es “confesarse”, arrepentirse, tener remordimiento de conciencia, sino cambiar de modo de pensar y de actuar, volverse al Dios justo y, como Él, obrar la justicia. No se puede entender la conversión a Dios sin una conversión a los hombres, a los pobres. Convertirse es compartir, y el que no comparte se pone fuera de la justicia de Dios, fuera de su proyecto.

El bautismo de Jesús (Mc 1,9-11) sucede dentro de este contexto y cualquier otra interpretación que no lleve a un compromiso es una deformación del mensaje. Así, la DSC recalca que el bautismo de Jesús y por lo tanto el bautismo de nosotros que pertenecemos a la Iglesia no tiene el sentido de una meta, es decir, “se salva el que se bautiza”; por el contrario, como en Jesús es el sentido de un comienzo: el bautismo cristiano es un rito por el que se reconoce en público, delante de la comunidad, que se rompe con el mal (renuncia a Satanás y sus obras) y se adhiere a la Buena Noticia de Jesús comprometiéndose comunitariamente a hacer realidad los nuevos valores que anuncia el Evangelio (Mt 5,1-12; Lc 6,20-49).

Después del bautismo, Jesús inicia su labor de constructor del Reino de Dios. Lo hace en una pequeña sinagoga, probablemente en Nazaret, aldea donde se había criado. Es ahí donde hace su primer proclamación pública de la buena noticia que Dios anuncia a los pobres (Lc 4,16ss). En este texto aparece, sobre la base de la promesa hecha hacía setecientos años por el profeta Isaías, un resumen de lo que será la vida de Jesús y de lo que es, en esencia, el Evangelio: liberación para los oprimidos. La DSC nos recuerda que este es un pasaje básico y central en la fe cristiana.

Esta proclamación es retomada por Jesús en un día sábado, según la costumbre de su pueblo. Era común que cualquiera de los hombres presentes en la sinagoga leyera un fragmento de la Escritura y después lo comentara según su inspiración ante sus paisanos. Esta era una misión de los laicos, no exclusiva de los rabinos. El texto que Jesús lee y comenta es Is 61,1-3, actualizando el plan de Dios que anuncia la llegada de su Reino, un Reino que en otras ocasiones asemeja al "vino nuevo”. Esa novedad la plantea Jesús en estos comienzos de su actividad como el cumplimiento de las leyes sociales del tiempo de Moisés –el año de Gracia entre ellas- que apuntaban a la igualdad, a la superación de las clases sociales, a evitar que unos acumularan en exceso a costa de otros que se morían de hambre. Leyes viejas que resultaban realmente nuevas porque no se habían cumplido.

El que haya clases sociales, el que unos sean ricos y otros pobres, es para muchos “voluntad de Dios”, un “destino”, un hecho natural que no se puede cambiar, una realidad irremediable, imposible de alterar. Esa forma de pensar es muy frecuente pero totalmente falsa. Esta idea prevalece entre los ricos porque les conviene creerlo así; pero también entre los pobres, porque se les ha hecho creer que Dios es el que quiere que todo siga igual y el que les promete en la otra vida el cielo si en la tierra se conforman con su suerte. Sin embargo, al principio no fue así, pues la riqueza y la pobreza aparecieron después de la conformación de las sociedades, cuando los poderosos abusaron de los débiles.

La DSC insiste en que el Reino de Dios comienza aquí en la tierra, precisamente cuando se borran las diferencias entre los hombres, cuando los bienes de la tierra se reparten por igual entre todos, cuando los seres humanos no están separados en ricos y pobres, sino que viven todos como hermanos, hijos del mismo Padre, con los mismos derechos y las mismas oportunidades.

En ocasiones pensamos que la construcción del Reino es tarea fácil y sencilla; sin embargo, el Reino de Dios no siempre es así. Esta realidad la recuerdan los evangelistas que constantemente refieren al Reino como una pesca (Mt 13,47-50), pues construirlo exige un trabajo en equipo, paciencia, tiempo, observación, estrategia, astucia. La DSC nos recuerda que esta imagen es una invitación de Jesús a sus amigos a realizar una labor fatigosa y comunitaria: echar las redes (Jn 21,4-6).

En esta línea, “escuchar el mensaje”, no debemos entenderlo o traducirlo como un simple conocimiento intelectual de Dios. Hay personas que son muy “ortodoxas” o “legalistas” (los fariseos de nuestro tiempo: Mt 23,13-32; Lc 11,37-54), que dicen que “creen en todo lo que manda la Santa Madre Iglesia”, pero que de ahí no pasan. De nada sirve creer con la cabeza o con la boca si uno no vive el mensaje. Y el mensaje evangélico repite que nadie entiende a Dios, nadie conoce ni acepta su Palabra si no acepta al hermano, en particular al pobre (Sant 2,14-23). Al Dios cristiano sólo se le acepta o se le rechaza a través de la actitud de justicia con que obremos. Medellín lo formuló así: “Allí donde se encuentran injustas desigualdades sociales, políticas, económicas y culturales,  hay un rechazo del don de la paz del Señor, más aún, un rechazo del Señor mismo”.

Jesús concreta así lo de “escuchar el mensaje”: Trabajar para que este mundo sea más justo, compartir lo de uno con los demás, trabajar por los hermanos, arriesgar el bolsillo y el pellejo… Estas son distintas traducciones de la esencial fórmula bíblica de “Obrar la justicia”. También los profetas tradujeron en ejemplos bien concretos qué había que hacer para ser fiel a la palabra de Dios (por ejemplo: Is 1,10-20 y 58,6-10).

La DSC, inspirada en el mensaje de Jesús, plantea el tema del pecado estructural y el pecado personal. ¿A qué se refiere? Ilustrémoslo con un ejemplo: se pueden podar las ramas malas de un árbol, pero si las raíces están podridas las ramas seguirán brotando y de poco servirá el seguir cortándolas mientras no se arranque el árbol desde la raíz (Lc 6,43-45; Mt 12, 33-37). El pecado, la injusticia, el daño que cada uno llegamos a realizar es individual, y tendrá remedio por una conversión también entendida individualmente. Sin embargo, hay situaciones de pecado que no dependen de esta conversión personal, sino que necesitan un cambio más profundo, un cambio en la estructura. Por ejemplo, un régimen económico, como el que impera en nuestro país actualmente, basado en el lucro, en la ganancia de unos pocos, en la competencia que produce pobres cada vez más pobres y ricos cada vez más ricos, es una estructura de pecado; un régimen político que no da participación al pueblo en las decisiones, que utiliza la tortura, el crimen, el fraude, la corrupción, para mantenerse, es también un pecado institucional. Así, para transformar estas estructuras de pecado son bien poca cosa los cambios individuales. La DSC ha tomado conciencia de la necesidad de una liberación integral. Y el Evangelio es no sólo una llamada a la conversión personal, sino un proyecto de transformación radical de la sociedad: una sociedad donde impere la justicia… una sociedad donde a nadie le sobre para que a nadie le falte.