Año santo

Autor: Padre Ernesto María Caro

Sitio web: Evangelización Activa

 

Con el fin de interiorizarnos un poco más en este importante evento dentro de la Iglesia el Jubileo del año 2000, vamos a conocer un poco sobre este tema. Empezaremos proporcionándoles un poco de historia. Podemos decir que el primer Jubileo ordinario fue convocado en el año 1300 por el Papa Bonifacio VIII, con ocasión de fomentar una fuerte corriente de espiritualidad, de perdón y de fraternidad y oponerla a los odios y a las violencias que predominaban en aquella época. La enorme afluencia de peregrinos a Roma llevaron al Papa Bonifacio VIII a acordar la indulgencia plenaria (de esto hablaremos más adelante) para todo el año jubilar, y, en el futuro, cada cien años. Entre los peregrinos de este primer Jubileo, se pueden citar a: Dante, Cimabaue, Giotio, Carlos de Valois hermano del Rey de Francia, con su esposa Catalina. Dante Alighieri conserva de ello un eco en la mayor parte de los versos del XXXI Canto del Paraíso, en la "Divina Comedia". Después del traslado de la sede del Papa a Avignon (1305-1377) se hicieron muchas peticiones para que el segundo Jubileo fuera convocado en 1350 y no en el 1400. Clemente VII aceptó y fijó el plazo, todos a los 50 años. A las vistas que eran necesario realizar para obtener las gracias jubilares, además de la de San Pedro y San Pablo Extramuros, se añadió la de san Juan de Letrán. A continuación, Urbano VI decidió fijar el plazo a los 33 años, en recuerdo del tiempo de la vida terrena de Cristo. A su muerte, el nuevo Pontífice, Bonifacio IX, inauguró el Año Santo de 1390. La proximidad del fin del siglo, y la afluencia constante de peregrinos le llevaron a convocar un nuevo Jubileo en 1400.

Terminado el Cisma de Occidente, Martín V convocó el Año Santo para el 1425, e introdujo dos novedades: acuñar una medalla conmemorativa y abrir la Puerta Santa en San Juan de Letrán. Según lo acordado por Urbano VI, el nuevo Jubileo debería celebrarse en 1433, pero no fue así. Bajo el Pontificado de Nicolás V, fue convocado un Jubileo para 1450. Pablo II, por una Bula de 1470, establece que, en adelante, el Jubileo se celebrará todos los 25 años. Sixto IV convocó así el Jubileo siguiente, en 1475. Para esta ocasión, el Papa quiso embellecer Roma con obras nuevas e importantes, como la Capilla Sixtina y el Puente Sixto sobre el Tiber. En este tiempo trabajarían en Roma los más grandes artistas de la época: Verrochio, Signorelli, Ghirlandaio, Boticelli, Perugino, Pinturicchio y Melozzo de Forli. En 1500, Alejandro VI quiso que las Puertas Santas de las cuatro Basílicas fueran abiertas al mismo tiempo, reservándose la apertura de la Puerta Santa de San Pedro. Clemente VII abre solemnemente, el 25 de Diciembre de 1524, el noveno Jubileo, cuando comenzó a hacerse sentir la gran crisis que, en poco tiempo, comenzaría a invadir Europa, con la Reforma Protestante. El Jubileo de 1550 fue convocado por Pablo III, pero fue Julio III quien lo abrió. La afluencia considerable de peregrinos causó un gran número de problemas de ayuda a los cuales socorrió principalmente San Felipe Neri con la "Fraternidad de la Santa Trinidad". En 1575, bajo el Pontificado de Gregorio XIII, más de 300.000 personas de toda Europa vinieron a Roma. Los Años Santos sucesivos del siglo XVII fueron convocados por Clemente VIII (1600), Urbano VIII (1625) y Clemente X (1675).

A Inocente X, promotor del Jubileo de 1700, está unida una de las mayores obras caritativas de Roma: El Hospital de San Miguel de Ripa. Al mismo tiempo, las iniciativas para ayudar a las necesidades de los peregrinos se multiplicarían, como fue el caso en 1725, bajo el Pontificado de Benedicto XIII. San Leonardo de Porto Mauricio fue el predicador infatigable del Año Santo de 1750 (convocado por Benedicto XIV); fue precisamente en ese período en el que se edificaron en el Coliseo 14 Capillas para la piadosa práctica del Vía Crucis y una gran cruz en mitad de la arena (que hasta al fecha es rezado por el Papa cada Viernes Santo). Clemente XIV promulgó el Jubileo para 1775, pero no pudo presidir su apertura, pues murió tres meses antes. Por ello ésta fue hecha por el nuevo Pontífice Pío VI, a situación difícil de la Iglesia en tiempo de la hegemonía de Napoleón no permitió a Pío VII convocar en Jubileo para 1800. Sin embargo, más de medio millón de personas vinieron a Roma en 1825: León XII sustituyó la visita habitual de los fieles a San Pablo Extramuros, destruida por el incendio de 1823, por la visita a la Basílica menor de Santa María Trastévere (que es quizás la Iglesia más antigua de Roma). Veinticinco años más tarde, el desarrollo del Año Santo fue impedido por los sucesos acaecidos con la República Romana y el exilio temporal de Pío IX. Este mismo Pontífice pudo de todos modos convocar el Jubileo de 1875, privado de las ceremonias de apertura y cierre de la Puerta Santa a causa de la ocupación de Roma por las tropas de Víctor Manuel II.

Corresponderá a León XIII convocar el vigésimo segundo Jubileo para el comienzo del siglo XX de la era cristiana: Esté fue señalado por seis Beatificaciones y dos Canonizaciones (las de San Juan Bautista de La Salle, y de Santa Rita de Cascia). En 1925, Pío XII quiso aprovechar el jubileo del Año Santo, para llamar la atención de los fieles sobre la obra preciosa de las Misiones, e invitó a los fieles, para ganar las indulgencias, a rezar por la paz entre los pueblos. En 1950, algunos años después del fin de la segunda guerra mundial, Pío XII promulgó el nuevo Jubileo, ahora ya con una visión más integral y adecuada de la realidad de la Iglesia moderna. Por ello propuso que éste se dedicara al trabajo de la santificación de las almas a través de la oración y la penitencia, y por la fidelidad indefectible a Cristo y a su Iglesia; a que se realizarán acciones por la paz, y la protección de los Santos Lugares; a la defensa de la Iglesia contra los ataques renovados de sus enemigos (recordemos que en este tiempo la masonería tenia gran fuerza sobre todo desde los gobiernos nacionales); invitaba a orar fervientemente para aumentar la fe en aquellos que están en el error, y a suscitarla en los no creyentes y en los escépticos; en este año santo se incrementó el pedir por la realización de la justicia social y de obras asistenciales en favor de los humildes y necesitados. Fue durante este Año que tuvo lugar la proclamación del Dogma de la Asunción al Cielo de la Virgen María (1 de Noviembre de 1950). El último Jubileo ordinario fue celebrado en 1975 y fue convocado por Pablo VI que presentó de manera sintética sus objetivos con las palabras "Renovación" y "Reconciliación".

Antes de ver lo referente a la "Indulgencia Jubilar" conviene saber que el sentido del Jubileo en la Iglesia, recoge o busca recoger el sentido de los jubileos Judíos los cuales se efectuaban cada 50 años, es decir cada 7 veces 7 años, lo que hace 49 siendo el año 50 el año jubilar. En este año, de acuerdo a la Ley de Dios, toda deuda debía ser condonada, y los terrenos que se habían vendido a causa de la pobreza o para subsistir, debían ser reintegrados a sus dueños originales. Era incluso un año en el que hasta la misma tierra debía descansar, por lo que no se sembraba ni se cosechaba. Es decir era un año de "redención y perdón integral" (cf. Lev 25). Con este sentido, la Iglesias siempre ha concedido, en los años jubilares gracias especiales referidas al perdón y a la redención. Ahora bien, ya un siglo antes de la Reforma de Lutero -basta pensar en reformadores como John Wyclif o Jan Hus-, las indulgencias han sido, sin duda, un argumento que ha dado lugar a malas interpretaciones. Por ello Juan Pablo II ha querido aclarar la doctrina de la Iglesia al respecto. A fin de entender cual es el sentido del perdón (llamado también indulgencia), les propongo el texto integro de la Catequesis que su santidad Juan Pablo II pronunció el 22 de septiembre de este año al respecto. "Relacionado íntimamente con el sacramento de la penitencia, se presenta a nuestra reflexión un tema que afecta particularmente a la celebración del Jubileo: me refiero al don de la indulgencia que, en el año jubilar, es ofrecido con particular abundancia, como está previsto en la bula "Incarnationis mysterium" y en las disposiciones anexas de la Penitenciaria Apostólica. Se trata de un tema delicado, sobre el que se han dado incomprensiones históricas, que han incidido negativamente en la misma comunión entre los cristianos. En el actual contexto ecuménico, la Iglesia experimenta la exigencia de que esta antigua práctica, entendida como significativa expresión de la misericordia de Dios, sea bien comprendida y acogida. La experiencia atestigua que en ocasiones se han dado actitudes superficiales con respecto a las indulgencias que acaban haciendo banal el don de Dios, arrojando sombras sobre las mismas verdades y sobre los valores propuestos por la enseñanza de la Iglesia."

"El punto de partida para comprender la indulgencia es la abundancia de la misericordia de Dios, manifestada en la cruz de Cristo. Jesús crucificado es la gran "indulgencia" que el Padre ha ofrecido a la humanidad, mediante el perdón de las culpas y la posibilidad de la vida filial (cf. Jn 1,12-13) en el Espíritu Santo (cf. Gal 4,6; Rm 5,5; 8,15-16). Ahora bien, según la lógica de la alianza, que es el corazón de toda la economía de la salvación, no podemos recibir este don sin aceptarlo y corresponder a él. A la luz de este principio, no es difícil comprender cómo la reconciliación con Dios, si bien está fundada en su ofrecimiento gratuito y rico en misericordia, implica al mismo tiempo un proceso laborioso en el que el hombre está involucrado con su compromiso personal y la Iglesia con su tarea sacramental. A causa del perdón de los pecados cometidos después del bautismo, este camino tiene su punto central en el sacramento de la Penitencia, pero se desarrolla también después de su celebración. De hecho, el hombre debe "curarse" progresivamente de las consecuencias negativas que el pecado ha producido en él (y que la tradición teológica llama "penas" y"residuos" del pecado). A primera vista, hablar de penas después del perdón sacramental podría parecer poco coherente. Sin embargo, el Antiguo Testamento nos muestra cómo es normal sufrir penas reparadoras después del perdón. Dios, tras definirse a sí mismo como "Dios misericordioso y clemente... que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado", añade: "pero no los deja impunes" (Ex 34, 6-7). En el segundo libro de Samuel, la humilde confesión del rey David, después de su pecado grave, le alcanza el perdón de Dios (cf. 2 Sam 12,13), pero no la supresión del castigo anunciado (cf. 2 Sam 12,11; 16,21). El amor paterno de Dios no excluye el castigo, aunque éste siempre queda comprendido dentro de una justicia misericordiosa que restablece el orden violado, en función del mismo bien del hombre (cf. Hb 12,4-11). En este contexto, la pena temporal expresa la condición de sufrimiento de aquel que, si bien está reconciliado con Dios, queda todavía marcado por estos "residuos" del pecado que no le abren totalmente a la gracia. Precisamente, en vista de la curación completa, el pecador está llamado a emprender un camino de purificación hacia la plenitud del amor. En este camino, la misericordia de Dios sale al encuentro con ayudas especiales. La misma pena temporal desempeña una función de "medicina" en la medida en que el hombre se deja interpelar por su conversión profunda. Este es también el significado de la "satisfacción" requerida por el sacramento de la Penitencia".

" El sentido de las indulgencias ha de ser comprendido en este horizonte de renovación total del hombre en virtud de la gracia de Cristo Redentor, a través del ministerio de la Iglesia. Hunden su origen histórico en la conciencia que tuvo la antigua Iglesia de poder expresar la misericordia de Dios, mitigando las penitencias canónicas infligidas por la remisión sacramental de los pecados. Ahora bien, esta mitigación estaba siempre acompañada por compromisos, personales y comunitarios, que asumieron, con carácter sustitutivo, la función "medicinal" de la pena. De este modo, podemos comprender que por indulgencia se entiende la "remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos" ("Enchiridion indulgentiarum", "Normae de indulgentiis", Libreria Editrice Vaticana 1999, p.21; cf "Catecismo de la Iglesia Católica", 1471). Por tanto, existe un tesoro de la Iglesia que es "dispensado" a través de las indulgencias. Esta "distribución" no ha de ser entendida como una especie de trasferencia automática, como si se tratase de "cosas". Nos encontramos más bien ante una expresión de la confianza plena que tiene la Iglesia de ser escuchada por el Padre cuando -en consideración de los méritos de Cristo y, por su don, en consideración de los de la Virgen y los santos- le pide que mitigue o anule el aspecto doloroso de la pena, desarrollando el sentido medicinal a través de otros itinerarios de la gracia. En el misterio insondable de la sabiduría divina, este don de intercesión puede ser benéfico también para los fieles difuntos, que reciben sus frutos de manera apropiada a su condición".

"Entonces se puede ver cómo las indulgencias, en lugar de ser una especie de "descuento" del compromiso de conversión, son más bien una ayuda para un compromiso más disponible, generoso y radical. Esto se exige hasta el punto de que para recibir la indulgencia plenaria requiere como condición espiritual la exclusión "de todo afecto hacia cualquier pecado, incluso venial" (Enchiridion indulgentiarum, p.25). Se equivoca, por tanto, quien piense que puede recibir este don con la simple aplicación de cumplimientos exteriores. Por el contrario, son requeridos como expresión y apoyo del camino de conversión. En particular, manifiestan la fe en la abundancia de la misericordia de Dios y en la maravillosa realidad de comunión que Cristo ha realizado, uniendo indisolublemente la Iglesia a sí mismo, como su Cuerpo y Esposa".

Después de haber hablado un poco sobre lo que es el "Año Jubilar" y las indulgencias, les propongo el decreto con el cual se da cumplimiento a la "Indulgencia Jubilar". "Con el presente decreto, que da cumplimiento a la voluntad del Santo Padre expresada en la Bula para la convocación del Gran Jubileo del año 2000, la Penitenciaría Apostólica, en virtud de las facultades concedidas por el mismo Sumo Pontífice, determina la disciplina que se ha de observar para la obtención de la indulgencia jubilar. Todos los fieles debidamente preparados pueden beneficiarse copiosamente del don de la indulgencia durante todo el Jubileo, según las disposiciones especificadas a continuación. Teniendo presente que las indulgencias ya concedidas, sea de manera general sea por un rescripto especial, permanecen en vigor durante el Gran Jubileo, se recuerda que la indulgencia jubilar puede ser aplicada como sufragio por las almas de los difuntos. Con esta práctica se hace un acto de caridad sobrenatural, por el vínculo mediante el cual, en el Cuerpo místico de Cristo, los fieles todavía peregrinos en este mundo están unidos a los que ya han terminado su existencia terrena. Durante el año jubilar queda también en vigor la norma según la cual la indulgencia plenaria puede obtenerse solamente una vez al día".

"Culmen del Jubileo es el encuentro con Dios Padre por medio de Cristo Salvador, presente en su Iglesia, especialmente en sus Sacramentos. Por esto, todo el camino jubilar, preparado por la peregrinación, tiene como punto de partida y de llegada la celebración del sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía, misterio pascual de Cristo, nuestra paz y nuestra reconciliación: éste es el encuentro transformador que abre el don de la indulgencia para uno mismo y para los demás. Después de haber celebrado dignamente la confesión sacramental, que de manera ordinaria, según el can. 960 del CIC y el can. 720, § 1 del CCEO, debe ser en su forma individual e íntegra, el fiel, una vez cumplidos los requisitos exigidos, puede recibir o aplicar, durante un prudente período de tiempo, el don de la indulgencia plenaria, incluso cotidianamente, sin tener que repetir la confesión. Conviene, no obstante, que los fieles reciban frecuentemente la gracia del sacramento de la Penitencia, para ahondar en la conversión y en la pureza de corazón. La participación en la Eucaristía --necesaria para cada indulgencia-- es conveniente que tenga lugar el mismo día en que se realizan las obras prescritas".

"Estos dos momentos culminantes han de estar acompañados, ante todo, por el testimonio de comunión con la Iglesia, manifestada con la oración por las intenciones del Romano Pontífice, así como por las obras de caridad y de penitencia, según las indicaciones dadas más abajo. Estas obras quieren expresar la verdadera conversión del corazón a la que conduce la comunión con Cristo en los Sacramentos. En efecto, Cristo es la indulgencia y la "propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 2,2). Él, infundiendo en el corazón de los fieles el Espíritu Santo, que es "el perdón de todos los pecados", impulsa a cada uno a un filial y confiado encuentro con el Padre de la misericordia. De este encuentro surgen los compromisos de conversión y de renovación, de comunión eclesial y de caridad para con los hermanos".

"Para el próximo Jubileo se confirma también la norma según la cual los confesores pueden conmutar, en favor de quienes estén legítimamente impedidos, tanto la obra prescrita como las condiciones requeridas. Los religiosos y religiosas de clausura, los enfermos y todos aquellos que no puedan salir de su vivienda, podrán realizar, en vez de la visita a una determinada iglesia, una visita a la capilla de la propia casa; si ni siquiera esto les fuera posible, podrán obtener la indulgencia uniéndose espiritualmente a cuantos cumplen en el modo ordinario la obra prescrita, ofreciendo a Dios sus oraciones, sufrimientos y molestias".

"Respecto a los requisitos necesarios, los fieles podrán obtener la indulgencia jubilar: 1) "En Roma", haciendo una peregrinación a una de las Basílicas patriarcales, a saber: la Basílica de San Pedro en el Vaticano, la Archibasílica del Santísimo Salvador de Letrán, la Basílica de Santa María la Mayor o la de San Pablo Extramuros en la vía Ostiense, y participando allí con devoción en la Santa Misa o en otra celebración litúrgica como Laudes o Vísperas, o en un ejercicio de piedad (por ejemplo, el "Vía Crucis", el Rosario mariano, el rezo del himno "Akáthistos" en honor de la Madre de Dios); también visitando, en grupo o individualmente, una de las cuatro Basílicas patriarcales y permaneciendo allí un cierto tiempo en adoración eucarística o en meditación espiritual, concluyendo con el "Padrenuestro", con la profesión de fe en cualquiera de sus formas legítimas y con la invocación a la Santísima Virgen María. En esta ocasión especial del Gran Jubileo, se añaden a las cuatro Basílicas patriarcales los siguientes lugares y con las mismas condiciones: la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, la Basílica de San Lorenzo junto al cementerio Verano, el Santuario de la Virgen del Divino Amor y las Catacumbas cristianas".

"2) "En Tierra Santa", observando las mismas condiciones y visitando la Basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén, la Basílica de la Natividad en Belén o la Basílica de la Anunciación en Nazaret. 3) "En las demás circunscripciones eclesiásticas", haciendo una peregrinación a la iglesia Catedral o a otras iglesias o lugares designados por el Ordinario y asistiendo allí con devoción a una celebración litúrgica o a otro tipo de ejercicio, como los indicados anteriormente para la ciudad de Roma; también visitando, en grupo o individualmente, la iglesia Catedral o un Santuario designado por el Ordinario, permaneciendo allí un cierto tiempo en meditación espiritual, concluyendo con el "Padre nuestro", con la profesión de fe en cualquiera de sus formas legítimas y con la invocación a la Santísima Virgen María. 4) "En cada lugar", yendo a visitar por un tiempo conveniente a los hermanos necesitados o con dificultades (enfermos, encarcelados, ancianos solos, minusválidos, etc.), como haciendo una peregrinación hacia Cristo presente en ellos (cf. Mt 25,34-36) y cumpliendo los requisitos espirituales acostumbrados, sacramentales y de oración. Los fieles querrán ciertamente repetir estas visitas durante el Año Santo, pudiendo obtener en cada una de ellas la indulgencia plenaria, obviamente una sola vez al día".

"La indulgencia plenaria jubilar podrá obtenerse también mediante iniciativas que favorezcan de modo concreto y generoso el espíritu penitencial, que es como el alma del Jubileo. A saber: absteniéndose al menos durante un día de cosas superfluas (por ejemplo, el tabaco, las bebidas alcohólicas, ayunando o practicando la abstinencia según las normas generales de la Iglesia y las de los Episcopados) y dando una suma proporcionada de dinero a los pobres; sosteniendo con una significativa aportación obras de carácter religioso o social (especialmente en favor de la infancia abandonada, de la juventud con dificultades, de los ancianos necesitados, de los extranjeros en los diversos Países donde buscan mejores condiciones de vida); dedicando una parte conveniente del propio tiempo libre a actividades de interés para la comunidad u otras formas parecidas de sacrificio personal".