¿Una respuesta universal?

Autor: Padre Ernesto Fernández-Travieso, S.J.

Libro: En la búsqueda de la felicidad.

 

 

¿Puede Jesús contestar todas las preguntas fundamentales del hombre?

Volviendo a la manera como viene el anuncio del Reino en aquel entonces, observamos algo muy curioso. Aunque nunca Jesús llega a definir lo que significaba el reino de Dios, tal parecía que sus oyentes estaban familiarizados con ese concepto. ¿Sería éste la realización de la Promesa dada a Abraham, confirmada y anunciada a través de toda la historia de Israel? ¿Sería Cristo mismo, su misterio, su mensaje, el Reino de Dios?

Cristo nunca dice lo que llegará a ser el Reino, sólo nos da comparaciones, imágenes alegóricas. Pero la que más usa es la de la semilla en distintas formas. La semilla que cae en tierra y tiene que morir para que germine. La semilla que lleva tiempo en la oscuridad antes que brote a flor de tierra. La semilla, que, cuando crece, se va volviendo un árbol tan grande que en sus ramas las aves del cielo ponen sus nidos.

Jesús habla de libertad, de justicia, y de perdón. Habla de perdonar a los enemigos, un absurdo ante la justicia humana. Critica la hipocresía, el estancamiento, y las actitudes de enjuiciamiento. Él parece estar hablando de una nueva dimensión, quizás de una manera nueva de interpretar la Alianza del Antiguo Testamento o hasta la posibilidad de una nueva Alianza, un nuevo pacto entre Dios y los seres humanos. Las señales se vuelven más claras a la luz del Antiguo Testamento. Isaías, contra toda especulación y expectativa, ha anunciado al Mesías como el Siervo Sufriente.

Habían pasado dos siglos desde que Isaías lo había descrito. Jesús se presenta como aquél que los Patriarcas añoraban y cuyo advenimiento soñaban poder ver. 

En cuanto a Abraham, padre de ustedes,

se alegró pensando ver mi día.

Lo vio y se regocijó.

 (Jn. 8: 56).

Cuando Juan el Bautista manda a sus discípulos a preguntarle si él era «el que había de venir», Jesús responde «Vayan y cuéntenle a Juan lo que ustedes están viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y una Buena Nueva llega a los pobres. ¡Y dichoso aquél para quien yo no sea motivo de escándalo_» (Mt 11: 4-6). Allí estaban las señales claras de que él era el Mesías. Así lo habían anunciado los Profetas con esas mismas palabras que ahora Cristo les recita a los discípulos de Juan, palabras que describían lo que él ya estaba haciendo por todos esos territorios de su misión.

De acuerdo con sus testigos, Jesús era la realización de la Promesa. Escribe Pablo a los Colosenses: 

Él es la imagen del Dios que no se puede ver,

y para toda criatura es el Primogénito,

porque en él fueron hechas todas las cosas

en el cielo y en la tierra,

el universo visible y el invisible,

Tronos, Gobiernos, Autoridades, Poderes¼

todo fue hecho por medio de él y para él.

(Col 1: 15-17). 

Juan el evangelista se refiere a Cristo como la Palabra, el «Logos» se hizo carne. Esta interpretación griega le da a la Promesa judía un carácter universal. Cristo es la realización de la promesa universal de salvación. 

Y la Palabra se hizo carne,

y puso su tienda entre nosotros,

y hemos visto su Gloria.

La Gloria que recibe del Padre el Hijo único;

en él todo era don amoroso y verdad.

(Jn 1: 14).

Es precisamente Juan el evangelista quien identifica a Cristo como el Siervo Sufriente de Isaías. Al dar el testimonio del Bautista justo antes del bautismo de Jesús se hace el anuncio: «Ahí viene el Cordero de Dios, el que carga con el pecado del mundo» (Jn 1: 29). El Siervo Sufriente de Yahweh es identificado con el cordero inmolado en la celebración judía de la Pascua, pero ahora en la celebración de la nueva Pascua, la nueva Alianza. Jesús, el Cristo, según Juan el evangelista, en boca de Juan el Bautista, es el Cordero de Dios.

La Alianza, el pacto de sangre sagrado entre Dios y los judíos, había sido el punto central en la historia de Israel. El pueblo judío considera este evento único como principal evidencia de su unidad como nación y pueblo. Por esta Alianza ellos audazmente expresan su distinción de ser considerados como «el pueblo escogido». Todo el Antiguo Testamento ha sido escrito bajo la luz del pacto de la Alianza como su evento histórico más importante.

Este pacto de la Alianza fue primero establecido con el Patriarca Abraham para expresar esa relación personal de amor entre Dios y la creación. Dios hace un pacto con Abraham y le pide que lo selle con sangre. Con la circuncisión cada hombre debe sellar activamente ese pacto con Dios. Abraham es bendecido con una bendición eterna y a través de él serán bendecidos todos los hijos de Israel. En el Monte Sinaí Moisés renueva ese pacto con Dios en nombre de su Pueblo. El pacto de la Alianza se convierte entonces, con la Ley recibida, en documento oficial escrito para la posteridad. Sin embargo, Cristo parece hablar ahora de una nueva y eterna Alianza por la cual todos en la humanidad serán bendecidos para siempre. Este nuevo pacto de la Alianza, tal como él lo quiere enfatizar, viene como la cualidad única especial de una nueva Ley que será el punto central del cristianismo para toda la humanidad.

Los evangelistas Mateo y Marcos, especialmente, señalan la importancia de este nuevo pacto de alianza entre Dios y la humanidad entera con sus nuevas características. En sus evangelios, Mateo y Marcos, tratan de llevar el significado y la profundidad del misterio de la Nueva Alianza. Los dos relatan con gran sensibilidad y especial solemnidad lo que ellos conciben como el Nuevo Pacto de la Alianza poniendo la escena en un monte, figura bien conocida en la tradición como de solemnidad y «sacralidad». Mateo presenta a Jesús como el nuevo Moisés que promulga la Nueva Alianza en un nuevo Sinaí:

Jesús, al ver toda aquella muchedumbre, subió al monte. Se sentó y sus discípulos se reunieron a su alrededor. Entonces comenzó a hablar y les enseñaba diciendo: 

Felices los que tienen espíritu de pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos. 

En aquel mundo de la Roma Antigua donde hizo su aparición el cristianismo, estas palabras parecerían absurdas, tal como lo pueden ser hoy. Predicar la pobreza en un mundo en el que todos quieren ser ricos, nos parece una contradicción a la búsqueda de la felicidad. Tanto la Roma decadente de entonces, como el mundo de hoy, alaban la riqueza, la buena vida, el poder, el placer egoísta, y el poseer todas las «cosas» inimaginables. Esta hambre de riqueza llega a alturas tan exorbitantes que hasta los mismos económicamente pobres desean tanto ser ricos que sacrifican todo por buscar esa riqueza tan anunciada, que ni siquiera a los ricos hace felices.

Emigrantes de países pobres llegan en cientos de miles a las ciudades de países desarrollados buscando un paraíso terrestre que no existe. Son esclavizados inmediatamente, no sólo por esos sistemas económicos deshumanizantes donde sólo el dinero tiene valor, sino también por sus propios instintos y su propia voluntad. Al poco tiempo de llegar a esos países desarrollados se convierten en «consumidores» irremediables sin control ni discreción. Quieren tener todo aquello que se les anuncia por los medios de comunicación y que, según los anuncios comerciales, los harán «felices instantáneamente», tal como lo son los ricos...

Nadie quiere la pobreza, y sin embargo los países pobres se hacen cada vez más pobres. Los pobres y marginados que viven en nuestros países desarrollados se frustran cada vez más pues no pueden «competir» con los ricos. En las ciudades de los países desarrollados, cada día más aumentan el crimen y la delincuencia por aquellos desviados que quieren hacerse ricos a toda costa. Y los ricos, sobre todo aquellos que hicieron el dinero fácil, tratan de olvidar que los pobres existen y tratan de taparse los oídos con más lujo y extravagancias. El resultado es que todos son infelices y viven en constante angustia.

En esta primera bienaventuranza en el Sermón del Monte, Cristo bendice a los pobres, pero no se refiere a los pobres económicamente. Cristo habla en un nivel muy superior con una profundidad que nos obliga a reflexionar. Cristo pone la felicidad clara y llanamente no en el poseer, no en el dominar, no en el triunfar, no en el gozar, sino en el amar y ser amado. ¡Tremenda y misteriosa paradoja_

Jesús no quiso alabar la simple ausencia de bienes materiales. Esta bienaventuranza del evangelio va mucho más allá de un puro problema de dinero. Se puede ser económicamente pobre, carecer de todo, y tener por dentro una monstruosa ambición egoísta que usualmente incluye la envidia y la degenerante codicia. Ahí no está el espíritu de pobre al que Cristo bendice. Por otra parte Cristo no podía referirse al otro extremo de aquellos ricos que con la disculpa de que no están «apegados» a las riquezas siguen viviendo disfrutando cómodamente de ellas sin importarles los demás ni hacer el menor esfuerzo por cambiar las estructuras sociales, políticas y económicas que sólo los favorecen a ellos. Cristo ya había hablado de las riquezas que oprimen y dan muerte, en contraposición de las riquezas verdaderas que dan vida y producen fruto sociales y universales.

Cristo se refiere a una pobreza de espíritu que significa liberación que incluye el amor. Una liberación que invita a la mansedumbre, a la humildad, a la vida sencilla, sin derroches, al poner la riqueza tanto intelectual, social, o económica, al servicio de los demás. Esta pobreza parece ser un ideal tan alto que sería casi imposible de alcanzar.

¿Quién se puede salvar, entonces? Le preguntan a Cristo sus apóstoles al referirse a la famosa imagen del camello tratando de pasar por el ojo de una aguja. «Para los hombres es imposible, pero para Dios todo es posible» (Mt 19: 24-25). La misericordia de Dios es mucho más grande que todo lo que el ser humano pueda imaginarse. Y la vida de una manera u otra nos hace a todos encontrarnos con nuestra propia pobreza. Ya sea una enfermedad, o un fracaso, o una misteriosa crisis emocional o física, nos pueden hacer despertar de nuestro letargo, y volver a mirar hacia arriba y encontrar a Dios. Sólo la pobreza, el sentirnos dependientes de fuerzas superiores y misteriosas, o necesitados de depender de otros en la vida, o encontrar la verdadera pobreza en otros que habíamos pasado por alto, nos puede ayudar a encontrar la verdadera riqueza. Sólo el aceptar nuestra propia pobreza, nuestras necesidades, nuestra hambre de felicidad, nos puede hacer entender la verdadera felicidad y aquella inconcebible bienaventuranza de Cristo: ¡Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos_

Pero, ¡hay de aquellos que quieran comprar la felicidad con «placebos» y diversiones denigrantes para los demás. ¡Hay de aquellos que ignoran concientemente sus propias necesidades y las necesidades de los demás_ 

Felices los que lloran, porque recibirán consuelo. 

Y ahí Jesús nos incluye a todos, a toda la humanidad, porque todos sufrimos y lloramos. Lloramos cuando nos sentimos indefensos, pobres, desamparados y solos. Llora una madre cuando su hijo sufre o está con hambre o enfermo. Lloramos por la ausencia de un ser querido. Lloramos cuando vemos el sufrimiento en los demás. Nuestra historia nos trae recuerdos de tragedias y catástrofes que se vuelven a repetir una y otra vez. Guerras y masacres que nos espantan y nos hacen llorar. Lloramos con un llanto que sólo Dios puede consolar. ¡Felices los que lloran, porque recibirán consuelo_ 

Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.

La paciencia, quizás la virtud más importante y a la vez, la más olvidada. También esta bienaventuranza es traducida como: Felices los mansos y humildes de corazón. Y ahí está la mejor definición de los pacientes. Jesús nos dijo: «aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11: 29). Y tenemos que volver a la imitación de Cristo en toda su actitud y sus enseñanzas. Ser manso y humilde no significa no ser fuerte, sino mostrar con suavidad la fortaleza interior. Ser paciente significa aceptar a los otros como son, con amor y perdón, pero con fuerza suficiente para ayudar a cambiar situaciones difíciles y conflictivas. Ante crisis matrimoniales, crisis familiares entre hermanos y amigos, crisis sociales, políticas y económicas, esta bienaventuranza de Cristo nos tiene que hacer reflexionar y tratar de ser mansos y humildes, fuertemente pacientes, y entonces podremos entender el premio que Jesús promete: recibiremos la tierra en herencia, el Reino de Dios que ya está en este mundo, pero que debe seguirse desarrollando con paciencia por los mansos y humildes de corazón. 

Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán  saciados. 

Y ¿quién no ha sufrido una injusticia en su vida? Nuestra visión fragmentaria de la vida nos hace muchas veces ser injustos unos con otros. Queremos siempre tener razón y no contamos con las razones de los demás que quizás ven la misma situación desde otro ángulo. Culpable o inocentemente somos injustos, sin embargo sólo reconocemos las injusticias cuando somos nosotros las víctimas. En el mundo creamos sistemas sociales y políticos injustos y usualmente nos lavamos las manos para no comprometernos. Sólo cuando las injusticias se cometen contra nosotros se entiende realmente lo que es injusticia.

Tener hambre y sed de justicia significa vivir rectamente haciendo el bien cada día. Vuelve Jesús a enseñarnos una actitud de vida entregada al amor y a la verdad, trabajando arduamente por mejorar el mundo. Quien vive este ideal chocará irremisiblemente con la injusticia. Entonces, si somos capaces de actuar buscando el bien, y de sobrellevar con paciencia y mansedumbre los reveses de tan tremenda empresa, seremos saciados. Si somos capaces de vivir con esperanza sin nunca volvernos cínicos, seremos realmente saciados. Cristo bendice a los que buscan la justicia y la verdad. ¡Benditos, bienaventurados los que buscan el Reino de Dios y su justicia, todo lo demás se les dará por añadidura! 

Felices los compasivos, porque obtendrán misericordia. 

La prueba más grande de que se es un ser verdaderamente humano en todas las culturas y creencias, es la compasión. Un ser que no es compasivo, no es un ser humano. Hoy en día con los avances de la psicología podemos reconocer y analizar los traumas que poseemos ya sea por nuestra configuración genética o por las situaciones familiares y sociales complejas a las que todos estamos expuestos. Sin embargo, en nuestro interior, todos tenemos ese llamado a ser compasivos.

Pero la compasión puede ser constantemente obscurecida por nuestro egoísmo, orgullo o cinismo. Por lo tanto es necesario, como en todas las virtudes, hacer un esfuerzo para saltar los obstáculos que el mundo nos presenta. Reiteramos que no podremos nunca encontrar la felicidad hasta que entendamos profundamente la necesidad de amar y ser amados. La compasión es la mayor muestra de amor. Al fin Dios mismo nos dará su compasión y la plenitud de su misericordia. 

Felices los de corazón limpio, porque verán a Dios. 

La pureza de corazón puede definirse como pureza de conciencia. El rey David se vuelve a Dios en los Salmos pidiéndole «un corazón puro, un espíritu recto» (S. 51: 12). Sin embargo, en esta nueva dimensión, Cristo proclama una actitud de vida que da al traste con el fariseísmo al que él ataca por todos los medios. La insistencia de la regla sin espíritu hace a Jesús aclarar que la relación con Dios y la de los seres humanos unos con otros es el amor. En una relación de amor tiene que existir la pureza de corazón que se traduce en confianza mutua, que va por encima de las propias debilidades y defectos de los hombres. El engaño, la mentira, no tienen lugar en un corazón limpio.

Cristo puso al descubierto el corazón sucio de los fariseos que querían apedrear a la adúltera. Y lo declara bien claro en ese pasaje del evangelio: la adúltera, a pesar de ser pecadora, tenía su corazón limpio; los fariseos, que querían apedrearla, inclusive respaldados por la ley, no tenían corazón limpio. ¡Con qué ternura despidió Jesús a aquella mujer_ Sin embargo, él no se cansó de atacar la hipocresía de los fariseos. Nos escandaliza todavía cuando leemos la parábola del fariseo y el publicano, cómo Cristo condena al «religioso» y cumplidor fariseo, que daba gracias a Dios en el templo por lo bueno que era, y que para muchos cristianos hoy en día sería su modelo perfecto. Cristo, en cambio, alaba al pecador publicano que con humildad pedía perdón compungido golpeándose el pecho. El publicano pecador tenía un corazón puro, sin embargo el fariseo no.

El tener un corazón puro parece ser un proceso, una actitud de vida constante, con constantes arrepentimientos, con esfuerzos que van clarificando cada vez más la visión positiva de Dios en la vida. Por eso Cristo bendice a los de corazón puro y les promete que ellos verán a Dios creciente y sin obstáculos desde ahora hasta el final en la completa plenitud. 

Felices los que trabajan por la paz, porque serán reconocidos como hijos de Dios. 

En aquel mundo violento en que Jesús vivió y que le costó la vida a él mismo, su título anunciado por los profetas era el de Príncipe de la Paz (Is 9: 6). En estos tiempos de violencias personales, familiares y sociales; tiempos de guerras, terrorismos y discordias, esta bendición de Jesús para los que trabajan por la paz cobra una vida especial. Cristo no sólo exalta a aquellos que solucionan y son mediadores en las discordias entre los hombres, sino en un sentido más positivo: aquellos que son difusores y sembradores de paz.

La paz a que Cristo se refiere no es una paz aburrida y cobarde, es una paz tensa y de lucha. No es la paz, simple ausencia de guerras, sino una paz activa producto de la justicia puesta en práctica. La paz anunciada por Jesús era una de positivo amor entre todos los seres humanos, una paz donde se asentaría un orden nuevo. Cristo bendice y premia a aquellos que trabajen por la paz, porque ellos serán reconocidos como hijos de Dios. 

Felices, Bienaventurados los que son perseguidos por causa del bien, porque de ellos es el Reino de los Cielos. 

Tal parece que la persecución es el signo de los elegidos tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. La persecución distinguió siempre a los profetas. Así será la cruz el signo de los cristianos. La proximidad de Dios se paga con la hostilidad de quienes nos rodean. Cristo trae una actitud de vida muy clara de verdad, justicia y amor, que provocará siempre reacciones hasta violentas entre aquellos que se dejan llevar por la hipocresía y la envidia del egoísmo.

En la vida de Cristo, su mensaje y hasta sus milagros provocaban las más sorprendentes reacciones de los fariseos y religiosos escribas. Nos sorprende que al Jesús curar a un enfermo o a un ciego, aquellos fariseos sólo se fijaban en que los había curado un sábado en que no se podía «trabajar» según la ley judía. Mientras el pueblo seguía maravillado a Jesús porque hablaba con autoridad, firmeza, y espíritu, a aquellos sacerdotes y fariseos, que repetían reglas y mandamientos de carretilla, no escuchaban a Jesús. Más todavía, las palabras de Jesús les quemaban los oídos y les revolvían su conciencia hasta el punto de la violencia. Jesús tenía palabras de vida eterna, y esto provocaba la agitada reacción del mal todavía contenido en fuerzas desordenadas y caóticas todavía existentes en esa misteriosa creación. Las fuerzas de Satán siempre siguen presentes en contra del bien y en contra de cualquiera, que como los profetas sigan denunciando el mal y anunciando la esperanza y el amor.

Jesús agrega una bienaventuranza más, especialmente para sus discípulos de todos los tiempos:

Felices ustedes, cuando por causa mía los insulten, los persigan y les levanten toda clase de calumnias.

Alégrense y muéstrense contentos, porque será grande la recompensa que recibirán en el cielo.

Pues bien saben que así persiguieron a los profetas que vinieron antes de ustedes.

(Mt 5: 2-12) 

Por el misterio de la Encarnación debemos creer que la humanidad entera tiene ya a Cristo en su interior. Por lo tanto, cada ser humano que en alguna forma lleve la actitud de Cristo y sus enseñanzas de amor en servicio a los demás, aunque no conozca a Cristo de nombre, (Señor, ¿cuándo te vimos desnudo, solo, con hambre...?)ése compartirá estas bendiciones de las bienaventuranzas incluyendo la bendición por ser perseguido pues éste será el signo de ser su discípulo y profeta de la salvación universal.

¡Las Bienaventuranzas nos sorprenden_ Éstos no son ahora mandamientos. No son reglas ni listas de cosas buenas y malas. ¡Son bendiciones_ Las Bienaventuranzas descubren una nueva intimidad con Dios que va más allá de la moralidad y la ética. Jesús no está hablando siquiera en términos ni principios religiosos, sino de algo más profundo. Él se refiere ahora a profundas actitudes humanas, una auténtica espiritualidad para el cristiano, o mejor dicho, una nueva manera de ser para todos y cada uno de los seres humanos. Jesús habla de un ideal que se convierte en un constante, y creciente, desarrollo de conciencia, sin límites: un ideal puesto en acción.

El mensaje de Cristo en el «Sermón del Monte» no es una suma de preceptos. Trata de una imitación de Cristo mismo, de su actitud, de su libertad de acción, de su entrega a los demás. Imitar a Cristo, dicen los autores de tantos volúmenes escritos, no significa seguir o cumplir un cierto número de regulaciones.

Si reflexionamos bien, nos damos cuenta de que hay muchas y buenas razones por las cuales el Sermón del Monte abre con promesas de felicidad a los que no son felices. El regalo, don, gracia, están precediendo a la norma, la demanda, la directiva. Todos y cada uno somos llamados, a todos se nos ofrece la salvación, sin previos cumplimientos. Y las directivas mismas son consecuencias de este mensaje del Reino de Dios.

Si en el Sinaí el pueblo de Israel aceptó la Ley como un gesto amoroso de Dios, ahora en el Sermón del Monte, la humanidad entera debería de recibir con alegría esta nueva dimensión del amor de Dios: el mensaje de Cristo de esta Nueva Alianza. Las Bienaventuranzas son bendiciones para toda la humanidad, para cada uno de los seres humanos que sufren y trabajan a través de la vida buscando su plenitud en sí mismos, en la relación práctica y viva con los demás, y en construir un mundo de justicia, paz, y amor. Eso parece ser una definición del Reino de Dios, y las Bienaventuranzas que nos trae Cristo parecen un código para todo el que busca ser una persona conciente y activamente feliz.

Jesús expresa las Bienaventuranzas con un lenguaje lleno de amor y ternura que va muy por encima del tono con que los seres humanos usualmente ponían en boca de los dioses. El lenguaje que usa Cristo no va en tono de premio o de castigo. El Sermón del Monte da una nueva dirección que incluye cada aspecto de la vida, verdaderamente una realización de una superior integración espiritual: total y personal entrega en amor. En el Sinaí la Ley cubría de una manera primitiva la relación entre Dios y los seres humanos y entre los seres humanos unos con otros, lo vertical y lo horizontal. Las Bienaventuranzas hablan en un lenguaje de amor, con una profundidad íntima inusitada en el pensamiento del Sinaí.

Sin embargo, si leemos entre líneas, entendemos que como un verdadero pacto de Nueva Alianza, tiene que haber una respuesta real y responsable de parte del ser humano. Dios pone de su parte ofreciendo la felicidad. El ser humano tiene que poner ahora su parte en el pacto. El Sermón del Monte insiste en acción. Hans Kung comenta que en vista de esa realidad del Reino de Dios, se espera del ser humano una transformación fundamental. Muchos autores concuerdan que la revolución moral que proclaman las Bienaventuranzas no ha llegado a la plenitud y que todavía le falta mucho por entenderse y practicarse. Las Bienaventuranzas se oponen a todos aquellos valores convencionales de tanto el mundo judío como el grecorromano, inclusive da bendiciones a aquellos que no compartían esos valores. En las Bienaventuranzas no sólo son repudiados esos valores externos de riqueza, vanidad y poder, sino también aquellos valores personales que tienden a una ambición y trabajo personal desmedidos.

Las Bienaventuranzas, finalmente, exaltan al Siervo Sufriente como modelo para la humanidad. El ideal del Sermón del Monte es tan alto que significa un proceso de vida cuya meta parece inalcanzable si se cuenta solamente con la propia fuerza humana. Este ideal es una llamada. La respuesta tiene que venir libremente de cada uno, pero la realización a esa respuesta tiene que venir de Dios. Este pensamiento es básico y de suma importancia para entender una verdadera espiritualidad cristiana.

El Sermón del Monte proclama la respuesta que Dios pide a los seres humanos en la Nueva Alianza. Después viene lo que Dios pone de su parte en este nuevo pacto: el propio sacrificio de Cristo por los seres humanos, el Siervo Sufriente, el Cordero de Dios. El ofrecimiento de sí mismo de Jesús es considerado como la prueba dada por Dios de su fidelidad en el pacto de la Nueva Alianza. Cada uno de los seres humanos puede imitar a Cristo en las actitudes de las Bienaventuranzas con la ayuda del mismo Cristo. Él ha redimido a la humanidad, a cada uno de los seres humanos por su muerte y resurrección.