Una figura enigmática única en la historia

Autor: Padre Ernesto Fernández-Travieso, S.J.

Libro: En la búsqueda de la felicidad.

 

 

¿Quién es este Jesucristo? ¿Loco revolucionario o el hijo del  Dios viviente?

La figura del Cristo ha sido estudiada e interpretada desde distintos ángulos: el cosmológico, el antropológico, el histórico. El aspecto más antiguo y también más usado trata de interpretar a Cristo en una perspectiva cosmológica, trascendentalmente universal. En nuestros tiempos Teilhard de Chardin ha renovado esta visión poniendo a Cristo como culmen de la evolución plenamente realizada. Hoy en día vemos, más que nunca, la importancia de considerar a la figura del Cristo en todos estos aspectos juntos y sin aislar a cada uno en particular. La realidad histórica, la respuesta universal, y el poder salvífico nos traen una visión conjunta de la realidad de Jesucristo. Más todavía, el último aspecto, el poder salvífico, combina a los otros dos en una unidad superior. La persona y la historia de Jesús parecen ser inseparables de su significado universal. Puesto de la otra manera, el significado de Cristo es inseparable de su persona y de su historia.

Antropológicamente se nos ha dado una explicación: la constante y creciente historia de una revelación entendida por el pueblo de Israel. Hemos seguido esa línea progresiva descubierta por ellos paso a paso a lo largo de su historia en el Antiguo Testamento de la Biblia. Los signos, las profecías y los anuncios todos convergen en la figura del Cristo como la realización de la Promesa. Este aspecto antropológico nos ha llevado, a través de muchas líneas concurrentes a un solo punto focal en la historia: la figura del Cristo. Sin embargo, el verdadero entendimiento del misterio de Cristo parece que solamente puede ser entendido bajo la luz de la fe. La antropología nos ha dado una descripción anatómica que necesita de la fe como electricidad que le dé vida a este incomprensible misterio.

Los evangelios nos presentan una evidencia acerca de Jesús en forma de narración. La intención de los evangelios es la de ser testigos de un Jesús humano y terreno que resucitó. Los evangelios sobre la vida de Jesús están entendidos solamente a la luz de la fe. Dice Walter Kasper que esta verdad no justifica lo que pueda ser un exagerado escepticismo sobre la historicidad del Nuevo Testamento, pero sí anula todo fundamentalismo bíblico que pretendiera aceptar cada descripción y detalle con autenticidad histórica. Como por ejemplo los narrativos de la infancia de Jesús, escritos en el estilo midrash, describen a Jesús siguiendo los modelos del Antiguo Testamento y especialmente como analogía con la historia de Moisés. Su interés es más teológico que biográfico. Su propósito es declarar que Jesús es la plenitud y realización del Antiguo Testamento.

Nos encontramos, sin embargo, ya en otro nivel más firme históricamente, al encontrarnos con el principio y el fin de la vida pública de Cristo que empieza con el bautismo de Jesús por Juan el Bautista en el Jordán y termina con la muerte en la cruz en Jerusalén.

Aunque no tuviéramos el Antiguo Testamento, ni la historia del pueblo judío que nos han ido llevando lentamente a encontrarnos con la promesa del Cristo, la figura de Jesús nos llega con una fuerza avasalladora. Indudablemente Jesús ha sido la figura más fascinante y controversial de todos los tiempos. Nos tiene que intrigar en nuestra búsqueda de la felicidad un ser como Jesús con su mensaje que dos mil años después recurre en todos los pueblos del mundo y en todas las culturas y sus clases sociales.

Jesús no cabe en ninguna categoría humana, es más, él es el hombre que destruye todas las categorías. Es diferente de Juan el Bautista. No llevó una vida de ascetismo huyendo del mundo. Jesús se acerca íntimamente a todos y vive en medio de la gente. No quiere nada para sí mismo, sino todo para Dios y para los demás. No pertenecía a la clase dirigente. Venía de familia humilde y siempre se identificó con las tristezas y problemas de los pobres. Su respeto a la mujer es sorprendente para un hombre de aquellos tiempos. No entiende la pobreza y la enfermedad como castigos de Dios, como se entendía comúnmente en aquel entonces. Nos dice Kasper que Jesús va hacia los perdidos, ama lo perdido. Más sorprendente todavía, escoge a pecadores y rechazados sociales para ser sus compañeros. Hasta los invita a comer con él. Sin embargo no hay en él señal de odio o envidia al rico. Hasta se lleva bien con explotadores y recaudadores de impuestos. Invita a uno de ellos, Mateo, a ser uno de sus discípulos. Nunca parece apoyar una lucha de clases ni la rebelión hacia los gobernantes. Su constante lucha es contra los demoníacos poderes del mal manifestados en el pecado o egoísmo individual o social. Jesús no parece tener «programa», no parece haber ningún plan trazado en su carrera. Su vida está enraizada en la oración a «su padre». Él no es solamente el hombre dado a los demás, sino el hombre de Dios y para Dios.

Jesús no es un erudito o sabio teólogo. Él habla con simplicidad, viva y directamente. La gente de su tiempo enseguida nota la diferencia entre Jesús y los expertos teólogos y escribas de la ley. Él enseña con autoridad propia (Mc 1: 22, 27). Sus discípulos lo entienden como profeta y él mismo se describe en la línea de los profetas para crear, despertar y promover conciencia. Él mismo se dice que es «más» que profeta, más que Jonás, más que Salomón (Mt 12: 41-42). Pero este «más» cuando él lo declara parece tener un tono escatológico: el último, definitivo, trascendente y total profeta. Él parece que trae el mensaje definitivo de Dios, una respuesta total. En los últimos tiempos del judaísmo parecía haber un silencio de Dios. Jesús se expresa como si Dios hablara de nuevo. Nos debe intrigar cómo un pequeño grupo de discípulos de Jesús, de poca educación y dudosa presencia podía haber sido el punto de giro de la historia del mundo. Ellos anunciaban a un hombre que se decía ser hijo de Dios. Ese hijo de Dios decía haber sido mandado al mundo con la misión de anunciar el reino de amor de un Dios que se había revelado en la historia como Padre amante de todos los seres humanos.

Sin embargo Jesús era un hombre normal, nos dice José Luis Martín Descalzo. Aunque si por normalidad definimos esa estrechez de espíritu, ese egoísmo, que adormece a la casi totalidad de la raza humana, Jesús no fue evidentemente un hombre normal. Jesús sabía lo que quería. Sus palabras eran claras y transparentes, presentan realidades básicas de una manera que ilumina e intranquiliza a la vez, como decía Romano Guardini. Las parábolas de Jesús invitaban a pensar, a reflexionar. Todas ellas tenían siempre un giro inesperado, algo de subversivo e inquietante. Su palabra era siempre una flecha disparada hacia la acción. Es triste ver a lo largo de la historia del cristianismo, por una u otra causa, cómo muchos líderes cristianos, al parecer se olvidan de las enseñanzas y las actitudes de Cristo en los evangelios, y enfatizan solamente la obediencia con palabras autoritarias que no dejan espacio para pensar.

Nos dice Martín Descalzo que Jesús no dice grandes cosas nuevas y mucho menos verdades esotéricas e incomprensibles; no trata de llamar la atención con ideas desconcertantes y novedosas. Dice cosas racionales, que ayuden sencillamente a la gente a vivir. Y sus razones son más de sentido común, que de altas elucubraciones filosóficas.

Sorprende también en las palabras de Jesús su tremenda libertad. Jamás fundador alguno dejó a sus sucesores una obra tan libre, disponible, no institucionalizada. Prácticamente Jesús no dejó a los apóstoles ninguna de las instituciones de la Iglesia posterior, a no ser la de reunirse de vez en cuando para celebrar la cena en memoria suya y de su venida futura. El resto quedó totalmente abierto como en manos de ese anunciado Paráclito, el Espíritu Santo, que les iba a enseñar todas las cosas y les recordaría todo lo que él había dicho (Jn. 14: 26).

Jesús no cabe en ninguna categoría ni en el mundo antiguo ni en el moderno. Ni siquiera las categorías del Antiguo Testamento son adecuadas para entenderlo. Él es único en la historia. Él es y siempre será un misterio. O era un loco que se creía Dios, o realmente, viendo todos los aspectos, nos encontramos con ese misterio del Dios que se hizo hombre para salvarnos y darnos la felicidad. Los religiosos y sacerdotes de su época lo mataron porque perdonaba los pecados, blasfemia intolerable, pues sólo Dios podía perdonar los pecados.

Martín Descalzo nos da una respuesta a esta disyuntiva. Aunque sea provisional e incompleta sí podemos dar una respuesta a la pregunta de si ese Jesús era Dios, dice el autor:

Cualquier lectura imparcial de los evangelios muestra, sin duda alguna, que Jesús se presenta a sí mismo como mucho más que un hombre; como la plenitud del hombre; como alguien igual que su padre, Dios; como Dios en persona. Sin aceptar estas afirmaciones, no puede entenderse una sola página evangélica. Jesús actúa y habla como alguien que tiene poder sobre la naturaleza, sobre la ley, sobre el pecado, sobre la salvación y condenación. Y sus discípulos –aunque no acabaron de entender nada de esto mientras él vivía– así lo confesarán abiertamente en todas las páginas del Nuevo Testamento. Pero esta respuesta es puramente provisional. Jesús debe ser juzgado por sus frutos y a lo largo de toda su vida. 

 

 

Coincidamos con Martín Delcalzo en seguir buscando una respuesta más profunda y completa sobre Jesús de Nazaret, aunque realmente ya hayamos encontrado una figura clave a nuestra búsqueda de la felicidad. Encontremos y estudiemos cuál era el verdadero mensaje de ese Jesús, el Cristo, e indaguemos si realmente él tiene respuesta para nuestra pregunta sobre la felicidad.