Prólogo autobiográfico

Autor: Padre Ernesto Fernández-Travieso, S.J.

Libro: En la búsqueda de la felicidad.

 

 

Es agradable conocer a otros con quienes «conectamos» inmediatamente. Hay algo tan misterioso, que tantas veces damos por sentado, y sin embargo, somos los seres humanos los únicos en la creación que podemos hacerlo: la comunicación de nuestros pensamientos. Por eso nos sorprende cuando nos encontramos, sorpresivamente, con otros con quienes parece que nos hemos conocido toda una vida. Y entonces quisiéramos compartir todas nuestras experiencias pasadas y oír las historias de esas almas «gemelas» con quienes podemos comunicarnos en un nivel distinto. Quizás sea curiosidad, pero creo también que es un sano deseo de comprender a los otros para comprendernos nosotros mismos.

Les quiero contar a grandes rasgos mi historia, para que puedan conocer el «de dónde vengo» y entender mejor este libro sobre la búsqueda de la felicidad.

Nací en Cuba en 1939. Mi familia siempre estuvo al tanto de los cambios políticos y sociales que se venían sucediendo desde la guerra de independencia. Cuba se hizo República en 1902, tarde en comparación a otros países en Latinoamérica. España luchó lo indecible por no dejar a su colonia más próspera, rica y desarrollada, y la última que le quedaba en la América. Desgraciadamente en su intento España envolvió a la Iglesia a pronunciarse siempre en contra de la Indepen­dencia. Los cubanos vieron con horror y desánimo cuando el Papa León XIII, presionado y mal informado por España, mandó su bendición a las tropas que se dirigían a Cuba a luchar contra los insurrectos independentistas. Aunque muchos sacerdotes fueron perseguidos, y hasta lucharon y murieron por la Independencia de Cuba, el movimiento patriótico se fue identificando con fuerzas anticlericales que le habían ya dado acogida a las ideas independentistas de otros países latinoamericanos.

La mayoría de los cubanos, aunque fueran de la primera generación, estaban a favor de la Independencia. Los últimos abusos represivos de las fuerzas españolas habían producido un efecto positivo a la causa independentista. Con la postura abiertamente pro española de la Iglesia se creó entonces una conciencia anticlerical que se perpetuó hasta después de la inauguración de la República y en los movimientos políticos de los años posteriores.

Así en mi familia, aunque era católica, había también fuertes sentimientos anticlericales que entibiaron siempre sus expresiones religiosas. Mi padre se sentía orgulloso de no haberse arrodillado nunca en una Iglesia y hasta le prohibió a mi madre confesarse con «los curas» por muchos años después de su matrimonio. Sin embargo todos en mi familia fuimos mandados a colegios católicos.

Mis abuelos, por parte de padre, habían apoyado la Independencia, y directamente ayudado a las tropas insurrectas que acamparon en su finca de San José de las Lajas, cerca de La Habana. Mi abuelo Tomás, Doctor en Farmacia, y su hermano, doctor en medicina, ayudaban a escondidas a los insurrectos con  medicamentos y atención médica. Al ser descubiertos, fueron mandados junto con sus familias  a Isla de Pinos a una colonia penal donde fueron reconcentrados aquellos que ayudaban a la independencia. Sus propiedades fueron confiscadas.

Tanto mi abuelo como mi abuela, con gran orgullo, recibieron después medallas como veteranos de la guerra de Independencia. Recuerdo de niño sentarme a los pies de abuela a escuchar historias sobre la guerra y los patriotas. Escuchaba las historias de cómo mi padre estudiaba a la luz de una vela, e iba a La Habana a caballo para estudiar Medicina. Mi padre, joven estudiante, fue mandado a los Estados Unidos y a México para protegerlo de la represión española que se recrudeció con la última guerra del 95. Finalmente, mi padre regresó y se graduó de Medicina en la Universidad de La Habana en 1901, cuando Cuba ya era libre pero todavía en esos dos oscuros años de intervención de los Estados Unidos.

En Mayo de 1902 se inauguró la nueva República. Mi abuela por parte de madre, según los cuentos que oía después, confeccionó ella misma una enorme bandera cubana que se desplegó en nuestra casa aquel memorable día.

 Aunque ninguno en mi familia participó activamente en política, siempre todos se mantuvieron activamente interesados en el desarrollo de los movimientos políticos de esos años de crecimiento como república. Mi tío por parte de madre participó en la redacción de la Constitución de 1940, la más progresista que se había escrito en toda la América hasta entonces.

Fue en 1952 cuando Fulgencio Batista, por un golpe de estado, se hizo dictador de Cuba. La mayoría de la clase intelectual y profesional rechazaba a Batista desde el primer momento. Yo escuchaba las discusiones de mi familia y sus amigos. Algunos decían que los Estados Unidos habían apoyado el golpe de estado para evitar que Cuba, en víspera de elecciones democráticas, se volviera más nacionalista.

Durante la dictadura de Batista, Cuba creció económicamente, hasta colocarse dentro de los países más desarrollados de latinoamérica y quizás del mundo. Definitivamente la educación española y la influencia francesa durante Napoleón habían dejado huella sobre una clase media extensísima. Sin embargo, había pobreza en Cuba, especialmente en el campo y en los cinturones de miseria alrededor de nuestras ciudades.

La mayoría de las clases sociales educadas de Cuba estaban en contra de Batista y su régimen dictatorial e ilegal. Poco a poco empezó una reacción que terminó en la revolución para expulsar a Batista del gobierno.

Yo me había graduado del Colegio de los hermanos de la Salle a los dieciséis años y comencé enseguida a estudiar arquitectura en la Universidad Católica Santo Tomás de Villanueva en La Habana. Desde allí algunos amigos me invitaron a visitar la Agrupación Católica Universitaria, una organización completamente distinta a cualquier otro movimiento religioso de aquellos tiempos. Allí conocí a los jesuitas. Por primera vez en mi vida pude ver a hombres maduros comulgar en masa en una misa¼ Me invitaron a ser profesor voluntario en una escuela nocturna para obreros de bajos recursos en un barrio marginado de La Habana. Por primera vez en mi vida, también, entré en la casa de un pobre, cuando visité a un estudiante de la escuela que había sufrido un accidente de trabajo. Tirado en un camastro, con un brazo casi cercenado, nos contaba de su tragedia. Sin ninguna amargura ni rencor, nos contaba que su jefe lo había mandado a un hospital de emergencias y sin ninguna ayuda económica lo habían despedido de su trabajo.

A los dieciocho años de edad entré a formar parte activa de la Agrupación Católica Universitaria que nos ayudaba a crearnos conciencia. Estudiábamos historia de Cuba y del mundo, leíamos a Maritain, Adenauer, De Gasperi, Sturzo, Fanfani, las encíclicas papales sociales. Por primera vez fui a un retiro espiritual con los Ejercicios de Ignacio de Loyola que me impresionaron extraordinariamente. Me movía fuertemente el nuevo espíritu cristiano que había encontrado. En 1956 nos unimos al dolor de Hungría, cuya rebelión en contra de la tiranía soviética había sido aplastada por los tanques rusos.

La dictadura de Batista seguía haciéndose más insoportable. Nosotros, los estudiantes católicos, seguíamos denunciado las injusticias sociales y los crímenes de los aparatos represivos del gobierno. Sin embargo, creo que éramos los únicos que hablábamos de justicia social en contra del régimen. La mayor parte de las organizaciones en contra de Batista, incluyendo el grupo de Fidel Castro, sólo hablaba de revolución política y no de revolución social.

El año de 1958 fue particularmente difícil. En La Habana, sobre todo, aparecían por las calles los cuerpos de jóvenes estudiantes torturados y asesinados por agentes de Batista. Esa última Navidad bajo Batista fue realmente cruel y violenta pues las fuerzas represivas trataban de eliminar toda oposición y resistencia al régimen. Después de las seis de la tarde no se podía ver un joven en las calles. En mi propia casa teníamos varios estudiantes escondidos, huyendo de la persecución. Dos días antes de caer Batista, cuatro estudiantes muy amigos míos de la Agrupación Católica fueron asesinados por las fuerzas represivas del régimen en las montañas del occidente, no lejos de La Habana. José Ignacio Martí (Nacho), July Martínez Inclán, Ramón Pérez (Mongo) y Javier Calvo, fueron nuestra inspiración para el martirio. 

El dictador Batista fue finalmente expulsado de Cuba el 1 de enero de 1959. La organización de Fidel Castro era una de las muchas que derrocaron a Batista. Pero Castro era más conocido en el extranjero por la extensa propaganda que le hacían el New York Times y la revista Life de los Estados Unidos. Hacían un ídolo romántico de aquel rebelde barbudo de las montañas de Cuba. Castro llevaba a cabo su movimiento rebelde en las montañas orientales a más de 800 kilómetros lejos de La Habana.

Castro tomó el poder después que las otras organizaciones se rindieron ante su testarudez. Muchos desconfiaban de él por su pasado turbio y su participación en el «gangsterismo». Sin embargo todos cooperamos con la revolución que parecía prometer nuevos horizontes. Con sorpresa y agrado vimos nosotros, jóvenes estudiantes, que Castro anunciaba cambios sociales con los que todos estábamos de acuerdo. Hasta algunas figuras católicas participantes del nuevo gobierno nos invitaron a colaborar en un programa de educación para el tan olvidado y sufrido campesino. El proyecto incluía la evangelización en aquellas regiones remotas que estaban olvidadas casi desde la Guerra de Independencia.

En camino de las montañas orientales a donde iba con mi amigo Humberto Alvira a unirnos a estos voluntarios, un trágico accidente de automóvil se llevó a mi amigo y me dejó mal herido al borde de la carretera.

Durante varias semanas estuve en observación médica.Tuve una intervención quirúrgica en una pierna. A mi madre le había dicho el doctor que yo no caminaría más. Mi padre, muy enfermo de arterioesclerosis, murió a los pocos meses. En silla de ruedas durante todo ese tiempo, me levanté por primera vez para el funeral de mi padre y pude caminar con la ayuda de un andador. Tenía entonces diecinueve años de edad.

Este accidente cambió mi vida. Meses después recordé que alguien dijo al recogerme de la cuneta de la carretera: «Este parece que todavía está vivo». Mi memoria había estado bloqueada por un tiempo a causa del impacto que me había arrojado fuera del automóvil.

Después del accidente, en cama, sin poder moverme, bajo observación médica, sin poder ni siquiera leer por prescripción de los médicos, sólo podía pensar, meditar y llorar cuando no había nadie delante. Le protestaba a Dios por haberme dejado vivo y haberse llevado en cambio a mi amigo. Humberto tenía veinticinco años de edad, era inteligente, preparado, un líder nato y verdaderamente activo en la Universidad de La Habana en los movimientos políticos. Aceptado y respetado por todos, tenía el potencial para ser una gran figura nacional en el futuro. Yo, en cambio, era demasiado joven, inseguro y tímido, sin ninguna historia.

Humberto tenía y vivía una gran fe. El me enseñó encontrar a Dios, a valorar los principios cristianos, la actitud que nos enseñó Cristo en los evangelios. Nunca se cansó de hablarme sobre el amor patrio a nuestra Cuba por quien debíamos luchar y hasta dar la vida si era necesario. Yo escuchaba y admiraba su fe. Me confundía ahora tener toda su sabiduría dentro y no saber si algún día podría expresarla valorándome tan poco a mí mismo.

Sin embargo, volví a levantarme y pude volver a caminar. Le prometí a Dios nunca negarle nada que me pidiera. Le dije a mi pobre madre, con marcada inmadurez, que no se metiera en mis decisiones, que ya yo había muerto en el accidente, por lo tanto mi vida de ahí en adelante ya era un extra que me habían dado y que yo era dueño de lo que hiciera...

Cambié de universidad, de la privada y católica a la Universidad de La Habana, que acababa de re-abrir, y donde ya mis amigos empezaban a participar activamente en la política universitaria. Me matriculé en la Facultad de Ciencias Sociales y Políticas. Nuestro grupo reconstituyó algunos periódicos universitarios que habían sido prohibidos por Batista. Fui nombrado Director de uno de ellos. Nuestra idea era crear conciencia, levantar una conciencia cristiana y social en el estudiantado. Todos vimos la oportunidad de construir una nueva Cuba con justicia y paz para todos.

Nuestra euforia duró poco. Castro nos había engañado con su verdadero talento de hablar convincentemente a las masas sin límite de tiempo. Había convencido a todos de sus buenas intenciones. Sin embargo, olvidó muy rápidamente sus promesas de participación de todas las organizaciones que habían luchado contra Batista. Poco a poco las fue marginando a todas e irónicamente dando más entrada a los grupos comunistas cuya colaboración en la resistencia a Batista había sido hasta dudosa. Meses más tarde, Castro declaró su revolución marxista-leninista y empezó la persecución contra todos los que no estuvieran a favor de estos nuevos lineamientos. Hubo protestas de grandes y limpias figuras políticas, y también de los estudiantes.

La protesta estudiantil más sonada fue en contra de la visita a Cuba del Vice Primer Ministro de la Unión Soviética. Anastas Mikoyán había sido el principal causante de la invasión a Hungría para aplastar la sublevación en que muchos estudiantes habían muerto. Mikoyán puso una corona de flores con la hoz y el martillo ante el monumento a nuestro patriota de la Independencia José Martí. Cientos de estudiantes se manifestaron y rompieron la insultante corona y fueron recibidos por los tiros de la policía de Castro. Muchos fueron hechos prisioneros.

Todos los periódicos publicaron la noticia. Y ya al descubierto como «contrarrevolucionarios» fuimos perseguidos y acusados de agentes del imperialismo yanqui, contrarrevolucionarios y terroristas. El gobierno organizaba sus «milicias del pueblo», grupos paramilitares fanáticos que se suponía iban a defender la revolución y la libertad contra los Estados Unidos.

Una mañana cuando asistía a clases en la universidad fui atacado y golpeado por estudiantes casi niños que ni siquiera eran universitaios. Eran milicianos organizados por las fuerzas comunistas represivas. Se había desatado una persecución contra líderes estudiantiles contrarios al comunismo.

Finalmente, en una masiva concentración «popular», los responsables de aquella protesta contra Mikoyán fueron públicamente acusados y expulsados de la universidad en la más bochornosa acción en contra de los derechos estudiantiles y la autonomía universitaria. Éramos tres los principales. Aquel día hubo peleas entre los estudiantes que nos apoyaban en su mayoría y los comunistas que gritaban «paredón». El gobierno quería asustarnos con el paredón de fusila­miento que Castro ya había puesto de moda contra los enemigos de su revolución. A muchos que no estaban convencidos de las intenciones de Castro, y todavía se agarraban de excusas para defender su postura, esa tarde se les había caído la venda de los ojos. Esto ocurrió en la plaza principal de la Universidad de La Habana que pronto sucumbió a la intervención de las fuerzas de las milicias de Castro.

De vuelta al clandestinaje, los líderes estudiantiles democráticos empezamos a organizarnos otra vez en una resistencia activa en contra ahora del comunismo de Castro.

Y a la vez que se extendía el descontento por todo el país, se extendió también la represión y el terror por parte del gobierno.

Después de varios meses reorganizando clandestinamente la resistencia, fuentes secretas amigas que estaban en el gobierno nos informaron que se planeaba una ofensiva directa contra el movimiento de resistencia estudiantil y en particular contra nosotros, los tres cabecillas, Alberto Muller , Juan Manuel Salvat, y yo. Se nos recomendó que saliéramos del país rápidamente. Semanas más tarde, con protección diplomática de la embajada del Brasil, salíamos los tres estudiantes amigos hacia el exilio para denunciar la traición a nuestra verdadera revolución cubana y buscar ayuda internacional para nuestra causa fuera de Cuba. Ya Castro había acabado con la libertad de prensa, se había incautado de todos los periódicos, inclusive los que habían estado en contra del régimen de Batista. Todas la estaciones de televisión y radio ya estaban en manos del gobierno, tomadas «popularmente» por las milicias del pueblo Así había sucedido con todas las empresas privadas y hasta los centros de enseñanza.

Al llegar a Miami en agosto de 1960 ya se estaban concentrando allí muchos respetables revolucionarios cubanos no comunistas que habían escapado de Cuba. Se planeaba una ofensiva al régimen de Castro desde fuera y desde dentro.

Nuestra llegada al exilio tuvo gran resonancia y publicidad por los medios de comunicación de los Estados Unidos y otros países. Éramos tres líderes revolucionarios estudiantiles que habíamos desafiado al régimen y a la revolución de Fidel Castro. Muy pronto la CIA nos estaba haciendo proposiciones de ayuda y armamentos para el movimiento estudiantil de la resistencia en Cuba. Aceptamos, aunque no confiábamos en esa Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. Pero no veíamos otra opción. Estábamos luchando no sólo en contra de la revolución comunista de Castro, sino también en contra de la Unión Soviética que apoyaba a Fidel Castro mismo, y a la China comunista, que apoyaba a Ernesto «Che» Guevara y a Raúl Castro, hermano de Fidel.

Muller y Salvat se infiltraron en Cuba uno tras otro. El movimiento estudiantil cobró mucha fuerza. Éramos jóvenes y no le teníamos miedo a nada. Todos los grupos estudiantiles de la resistencia se unieron. También las organizaciones políticas en el exilio se habían unido en un solo frente. Me habían asignado quedarme en Miami y representar al movimiento estudiantil nacional ante lo que ya se concebía como un gobierno de Cuba en Armas. Yo era el miembro más joven de un consejo compuesto por ex presidentes de Cuba e ilustres figuras políticas democráticas. Me sentía empequeñecido ante tantas personas que habían hecho historia y habían estado perseguidos por el gobierno de Batista primero, y ahora por el de Castro.

La invasión de Bahía de Cochinos iba a llevar este Gobierno en Armas a Cuba. Después de largas y agitadas reuniones se designó al Dr. José Miró Cardona como Presidente. La CIA había apoyado todo este movimiento y organizado los campamentos donde cubanos entrenados esperaban ir a luchar a Cuba y rescatar la revolución de manos de los comunistas. Después de estas deliberaciones en Miami, nos fuimos todos a Nueva York para proclamar las decisiones del consejo. Miró Cardona era un abogado que en tiempos de Batista había denunciado a su gobierno y, por supuesto, fue expulsado de Cuba. Cuando Castro subió al poder lo llamó a formar parte del gobierno revolucionario como Primer Ministro. Pero cuando Castro impulsivamente empezó con sus juicios dudosos y rápidos contra «supuestos asesinos» del régimen de Batista, que todos terminaban en el paredón de fusilamiento, Miró Cardona renunció a su cargo. Acusado por Castro, se escapó al exilio.

Esa tarde en Nueva York, después de las reuniones y la proclamación presidencial, Miró me llamó a un lado y me pidió que lo siguiera sin decirle nada a nadie. Caminamos hasta la Catedral de San Patricio. Entramos y nos arrodillamos a orar por Cuba, lejos de la prensa y de los demás. Él y yo nos habíamos hecho amigos a lo largo de las reuniones y habíamos hablado mucho. Miró tampoco confiaba en la CIA.

Años más tarde, Miró Cardona se enteró de que me ordenaba sacerdote jesuita en Puerto Rico, y asistió a la ceremonia de mi ordenación en primera fila en la iglesia y recibió la comunión de mis manos. Llorando en un abrazo, después que le di la bendición, me recordó nuestra oración en San Patricio, que yo nunca había olvidado.

 Días después fui el primero de aquel Gobierno en Armas que se infiltró en Cuba. El movimiento estudiantil me llamaba para estar allá. El día antes de partir recibí la noticia terrible de que mi hermano menor, de dieciocho años de edad, había sido hecho prisionero por la fuerzas de Castro. Al llegar a Cuba me enteré de que mi madre y mi hermano mayor estaban también en prisión, que estaban siendo interrogados y que el gobierno pedía pena de muerte para mi hermano.

Había entrado en Cuba por la costa norte de La Habana. Me maravillé de lo bien organizado y fuerte que estaba el movimiento de la resistencia. Se me asignó unirme a las fuerzas rebeldes precisamente en las mismas montañas donde Castro se había alzado años antes. Los campesinos de aquella zona se habían desilusionado también de la falsa revolución.

Después de varios días en La Habana, donde un grupo de señoras me transformaron físicamente para que no fuera reconocido, otros agentes de la resistencia me llevaron al punto de contacto distante doce horas en automóvil desde La Habana. Pero al llegar al punto nos avisaron que las fuerzas de Castro habían descubierto a los campesinos que nos esperaban. Casi sin parar regresamos a La Habana.

Pocos días después fue la invasión de Bahía de Cochinos. Nos enteramos por los noticieros de Castro. Ningún telegrafista, aunque habían sido entrenados por la CIA, había sido informado del suceso antes que pasara. Nadie en el movimiento sabía nada. Parece que se habían cambiado los planes sin haber consultado con las organizaciones de la resistencia. La CIA controlaba las comunicaciones.

En el clandestinaje pudimos observar con las manos atadas cómo los tanques comunistas rodaban por las calles de La Habana, y nosotros sin saber nada. Los tanques se dirigían hacia Bahía de Cochinos, de lo que pensamos que era el punto más absurdo para una invasión que tenía que ser respaldada por el movimiento de la resistencia. Tal parecía que todo se había planeado para que fracasara.

Permanecí escondido en distintas casas de seguridad en La Habana, lugares diseñados para los abiertamente conocidos como yo era. La Habana era un caos después de la invasión. El gobierno iba revisando casa por casa por todos los barrios. Hasta los estadios de deportes y los teatros y cines estaban abarrotados con los miles de sospechosos presos.

El día después de la invasión el gobierno de Castro había juzgado a muchos de los prisioneros políticos para darnos una lección. Entre ellos estaba mi hermano menor, de 18 años de edad, y sus dos compañeros estudiantes, Virgilio Campanería y Alberto Tapia Ruano. Ellos y muchos más, entre ellos otro gran amigo mío, Rogelio González Corso, fueron condenados al paredón de fusilamiento. Mi hermano se salvó, pues sorpresivamente el juez comunista lo sentenció a sólo 30 años de cárcel. Supimos, años más tarde, que el juez había sido benévolo porque se acordaba de que mi padre le había salvado la vida con una cirugía que le había hecho cuando era niño. Mi hermano Tomás fue enviado a la prisión Isla de Pinos, precisamente a donde había estado penalizada nuestra familia en tiempos de la guerra de Independencia. Después de muchas gestiones mi hermano fue puesto en libertad 18 años después.

Nuestro grupo de amigos había sufrido bajas considerables. Muchos murieron gritando «Viva Cristo Rey» ante el paredón de fusilamiento. Mi hermano oyó claramente desde su celda ese grito de sus dos compañeros. Este grito se convirtió en el canto de victoria de todos los que quedábamos luchando. Ese grito nos electrizaba y electrizaba también a los verdugos que no entendían semejante heroísmo.

Mi hermano Tomás cumplió 18 años de prisión. Gran parte de la condena la sufrió precisamente en la fatídica Isla de Pinos, donde 60 años antes nuestros abuelos con toda su familia habían estado «reconcentrados» por los españoles en campos de detención para los que ayudaban a los patriotas de la guerra de independencia.

Tomás fue finalmente liberado por una negociación del entonces gobierno Demócrata Cristiano de Venezuela. Esta negociación me dio la oportunidad de visitar a Cuba dos veces en 1978. A pesar de las dos sentencias de muerte que pesaban sobre mi cabeza, el gobierno cubano aceptó que viajara a Cuba con el entonces Vice-ministro de Azúcar del gobierno de Venezuela, Joaquín Pérez Rodríguez, y otros funcionarios, para negociar la liberación de mi hermano.

Pude entonces vivir personalmente la realidad dentro de Cuba después de 20 años del triunfo de la revolución. Confieso que ya estaba resignado a reconocer que quizás un régimen socialista había logrado lo que muchos años de democracia no pudieron hacer. Pensaba que quizás había habido cambios positivos aunque fueran otros con ideales totalitarios y no democráticos los que lo habían logrado. Aunque habíamos quedado nosotros como perdedores, las vidas, la sangre y los esfuerzos de tantos jóvenes mártires y los ideales de toda una generación tendrían al fin y al cabo una razón: una Cuba más organizada y disciplinada.

Sin embargo, me encontré, con gran desilusión, con una dictadura asfixiante, maniobrada por una burocracia que provocaba un desorden institucional caótico diseñado sólo para agradar al dictador. Me encontré con un pueblo amorfo dirigido a base de consignas infantiles de propaganda masiva por todos los medios controlados totalmente por el gobierno. Caí en cuenta de la diferencia con que el régimen manejaba la propaganda internacional que proclamaba los «logros de la revolución» a todos los vientos y lo que yo estaba viendo dentro de Cuba. La realidad aquí era muy diferente a la que se exportaba fuera o se enseñaba a los visitantes extranjeros. La economía estaba en ruinas, causada según muchos por los caprichos adolescentes del dictador y en definitiva por la probada ineficacia del sistema. La maravillosa ciudad de la Habana, en otro tiempo, comparable a París, por su arquitectura, alta cultura y vida artística, estaba también en ruinas, y su pueblo con hambre, aburrido y mal vestido. Masas de gente desmoralizadas vagaban por las calles tratando de conseguir comida. Muchos acosaban con desfachatez a los visitantes extranjeros ofreciendo droga y prostitución. La mayoría de los jóvenes se notaban molestos por la presencia constante e inquisitiva de las fuerzas represivas.

En contraste, se notaba visiblemente una pequeña clase dominante. Esta «nueva clase» constituida por las altas figuras del partido comunista y del gobierno, no podía esconder sus privilegios al asistir a ceremonias públicas, en buenos automóviles europeos, buen vestir y hasta con joyas, protegidos por un militarismo arrogante y molesto. Estos privilegios habían sido criticados acerbamente por la revolución al principio como una vergüenza del régimen capitalista y del pasado.

Volví a visitar a Cuba 20 años más tarde en el 2002, invitado por obispos cubanos. Pude recorrer todo el país de un extremo a otro. Con desaliento pude corroborar mis impresiones de años antes. Visité en varias ciudades barrios de miseria de una pobreza impresionante, que según el régimen, ya no existían. Llegué a la conclusión de que al sistema comunista parecía que no le interesaban los problemas ni la desorganización interna, ni menos el sufrido pueblo cubano. Como contraste, la propaganda internacional, el espionaje y la infiltración de agentes fuera del país estaban irónicamente muy bien organizados.

Pero volvamos otra vez a la frustrada invasión de Bahía de Cochinos el 17 de Abril de 1961.

 Después del fracaso todos nos incorporamos con rapidez. Teníamos que reorganizarnos y buscar nuevas soluciones. Muchos estaban presos, otros escondidos y otros tratando de escapar. Yo fui trasladado por la organización de lugar en lugar. Entendí lo difícil que era para ellos encontrar ahora lugares donde esconderme y protegerme. Decidimos entonces que yo escapara del país otra vez.

De mis dos amigos, uno estaba en prisión y pedían para él pena de muerte por ser el principal dirigente de los estudiantes. El otro había caído detenido en una de las prisiones multitudinarias después de la invasión y burló a sus captores con una identidad falsa. Creyendo que él era un simple confundido dejaron ir, a los varios días, a quien era una de las máximas figuras del movimiento estudiantil.

Yo finalmente escapé por la Base de Guantánamo saltando la cerca de nuestra única frontera con los Estados Unidos. Estuve allí por dos meses tratando de entender todas las traiciones de que habíamos sido objeto. Interiormente, yo estaba tratando de comprender mi propósito en la vida, mi fe, mi pasado y mi futuro. Al día siguiente de llegar a la base, buscando, encontré una capillita. Allí oré por varias horas. De ahí en adelante iba todos los días. Encontraba paz en mi alma. Dos meses después, los superiores militares de la base decidieron llevarnos a Miami secretamente. Ya éramos un grupo de once hombres de diferentes grupos revolucionarios anticomunistas. Ellos también habían saltado la cerca de la base norteamericana.

Al regresar a Miami tenía que encontrarme de nuevo conmigo mismo. Estaba seguro de que iba a morir en Cuba cuando me había ido hacía varios meses. Sin embargo, estaba todavía vivo y tenía que aclarar mi futuro. Pero lo primero que hice fue establecer oficialmente mi compromiso con la novia que tanto amaba desde hacía tiempo y la pedí a sus padres en matrimonio. Pero un mes después, nuestra organización estudiantil me pidió que fuera parte de una misión secreta de un grupo que iba a reforzar nuestro movimiento de resistencia en Cuba. Tendríamos un entrenamiento intensivo y después nos infiltraríamos en Cuba. La CIA se encargaría de la operación. Desconfié otra vez, pero accedí.

La operación falló. El equipo de recepción que esperaba fue emboscado por fuerzas de Castro y otro de mis mejores amigos, Juanín Pereira, murió en el incidente armado. Nunca se pudo desembarcar. Juanín fue quien me había llevado escondido a coger el tren para escaparme por Guantánamo. Sus palabras de despedida habían sido: «no nos dejen solos».

Después de ese fracaso y sin ver otra alternativa todos tuvimos que afrontar nuestro futuro. En nuestro grupo éramos todos muy buenos amigos. Nuestras novias también lo eran entre sí y ya se estaban cansando de esperar. Y empezaron las bodas y la continuación de nuestros estudios universitarios. Por alguna razón yo no pude. Tenía algo que me quemaba muy dentro. Mi novia y yo hablamos mucho. Decidimos esperar uno o dos años.

Pero yo pensaba, meditaba, reflexionaba, hasta que un día fui a hablar con un jesuita amigo, el padre Jorge Sardiña, S.J., que había sido mi guía espiritual durante varios años. Ahí se decidió todo. Me había sentido llamado a continuar la vida de entrega que había tenido hasta ahora y le dije al amigo sacerdote que quería ser jesuita. Recordé, como siempre, que no le podía negar nada a Dios. Y salté al vacío, a lo desconocido, que realmente no era nada desconocido. Sentí una paz tremenda, un alivio y una libertad que nunca había sentido.

Tenía que decírselo a mi novia. Tardé días en coger fuerzas. Por fin hablamos una noche por horas y horas, lloramos con gran dolor y pena del corazón. Nos queríamos mucho. Me daba más dolor saber que yo me sentía fuerte y claro en mi decisión. Ella era la víctima.

Tuve que esperar un año para irme al noviciado pues mi madre había llegado sola de Cuba y no tenía con quien dejarla. Cuando se enteró de mi decisión, mi novia tuvo que venir para calmarla. Ser cura nunca hubiera sido un honor para mi familia Sin embargo poco a poco ella fue asimilando y entendiendo.

Después de un año que sirvió de reafirmación, trabajando en la formación patriótica y espiritual de jóvenes que llegaban de Cuba, entré al Noviciado Jesuita en España.

Ya tenía veinte y cuatro años de edad y estaba listo. Aquel accidente automovilístico me había conducido a esta nueva dimensión que poco a poco empezaba a articular. Me sentí libre y en paz como nunca me había sentido.

A través de años de estudio y trabajo, en medio de tremendos cambios en el mundo y en la Iglesia, mi fe me ha llevado de la mano. Hice estudios en España, República Dominicana, Venezuela, los Estados Unidos, Canadá Inglés, Roma, Canadá Francés. Tuve profesores y directores espirituales que me guiaron a través de mis estudios, mi carrera y mis crisis en la vida. Entre ellos Federico Arvesú, S.J., quien me orientó en los primeros años de jesuita. También, Gilles Cusson, S.J. que era uno de los mejores especialistas en Espiritualidad de Ignacio de Loyola, profesor de la Universidad Gregoriana en Roma, director de Tercera Probación en Québec, y consultor de Pedro Arrupe, S.J., el Padre General de los Jesuitas. Cusson me ayudó a articular mi fe y a entender mi vida. Él dirigió mis estudios postgraduados y mi tesis doctoral, de la cual este libro es un sumario.

Desde 1975 trabajé en la facultad de medicina de la Universidad Jesuita de Creighton, Omaha, Nebraska, durante 20 años como guía espiritual de los estudiantes y capellán de la facultad.

Narciso Sánchez Medio,S.J., otro amigo jesuita cubano y yo habíamos fundado la Misión ILAC en 1973 para promover y desarrollar las comunidades rurales de regiones remotas de la República Dominicana. Siempre en las vacaciones nos habíamos mantenido trabajando en ese país después de hacer allí el noviciado. La República Dominicana nos ofrecía un campo amplio para ofrecer servicios que ayudaran a tanta necesidad existente. Empezamos llevando estudiantes y profesionales de Creighton y de otros países desarrollados a trabajar como voluntarios. Integramos los Ejercicios Espirituales Ignacianos en la experiencia con profundos resultados tanto con los que ofrecían el servicio, como con los que lo recibían. Allí he estado trabajando a tiempo completo durante los últimos diez años.

Durante mis estudios y trabajos he hecho amigos íntimos en diferentes partes del mundo, de distintas nacionalidades, culturas, razas y hasta de distintas religiones y declarados ateos.

A través de una vida poco usual, me ha intrigado el hecho de encontrarme a muchos otros, que han llegado por otros caminos a las mismas conclusiones en la vida que yo. Al comunicar pensamientos e intercambiar experiencias con otros, he encontrado que la actitud de muchos con quienes he «conectado», como decía al principio, ha sido la misma que yo había descubierto. Las preguntas fundamentales sobre la vida, las respuestas encontradas a base de problemas y desafíos, son básicamente las mismas. Y ¡qué agradable es encontrar que uno no está solo en esta vida de búsqueda_

Llego a la conclusión entonces de que todos los seres humanos tenemos una misma misión y tarea a lo largo de esta misteriosa vida: buscar y encontrar el camino a la felicidad. Todos tenemos el hambre y la sed de esta felicidad que parece no existir a simple vista.

Aquellos que hemos podido vencer el hastío, a través de problemas, trabajos, crisis, y nuestros propios errores y faltas, quizás tenemos una responsabilidad mayor que los demás. Tenemos que llevar nuestras propias experiencias para ayudar a otros más necesitados. Y no hay lugar en esta misión para el orgullo y el envanecimiento. Los que hemos sufrido y sobrevivido nos damos cuenta de que todo ha sido un regalo para compartir con los demás con humildad y con una tremenda carga de responsabilidad.

No puedo envanecerme al declarar que sí, he encontrado una fuerza interior que definitivamente es más grande que yo mismo. Esta fuerza, sin embargo, no me diluye ni destruye, sino que es tremendamente personal e íntima. Esta fuerza me hace el centro del mundo, pero al mismo tiempo, me hace parte infinitesimal de un misterioso universo más allá de mi entendimiento y comprensión. Esta fuerza inexplicable me lleva constantemente hacia los demás que forman también un universo social del que todos somos parte activa e integral. Esta fuerza interna, estoy seguro, todos y cada uno la tenemos escondida en nosotros mismos para ser descubierta. Y siento dentro de mí que tengo que compartir mis descubrimientos con todos los que me rodean. Mis respuestas encontradas, el propósito de la vida descubierto a través de una vida distinta, la misteriosa fuerza interior, que me han hecho encontrar el camino a la felicidad, todo eso tengo que ponerlo al servicio de los demás. Creo firmemente que ese camino nos conduce a todos y a cada uno a la añorada felicidad.  

                                                         Ernesto Fernández-Travieso, S.J.