Esperando que el mundo se arregle

Autor: Padre Ernesto Fernández-Travieso, S.J.

Libro: Para no ser un rinoceronte más

 

 

La esperanza es una virtud necesaria para vivir. Tal parece que nacemos con ella, si no, sería imposible subsistir los pro­blemas y trabajos de cada día. Aunque nos podemos desanimar a ratos, hay algo interno que tenemos todos que nos hace esperar un nuevo amanecer y añorar algo mejor.

Así cada año nos llega la Navidad, aunque nuestro egoísmo y estrechez de mente trate de reducirla a otra ocasión más de compras y regalos, desprovista de ningún valor interno o espiritual. Para algunos es sólo otra ocasión de comer y beber y rebajarse a los instintos animales.

Sin embargo, la Navidad nos llega de muy adentro como una fiesta de esperanza. Como esperando una gran noticia, los profetas anunciaron un misterio trascendental muy por encima de nuestros límites humanos. El pueblo hebreo en medio de civilizaciones fatalistas en las que los seres humanos aparecían meramente como víctimas de los dioses, nos trae una nueva visión positiva. Los seres humanos tendrían un futuro glorioso: había realmente una esperanza para vivir. Y el profeta Isaías no se cansaba de anunciar que habría paz y no más odio ni guerras entre los hombres, que habría felicidad al fin de todo sufrimiento. Había un Dios de esperanza y salvación para todos los seres humanos, de todas las razas y culturas.

Hoy, miles de años después, nos llega este mensaje, en medio de guerras, terrorismos, delincuencia, corrupción e injusticias sociales, políticas y económicas. El anuncio de los profetas viene con más actualidad que nunca. La Iglesia se encarga de seguir anunciando ese mensaje que nos llena de esperanza que, por mucho que nuestra mezquindad egoísta quiera acallar, llega con trompetas y gritos de alegría verdadera desde lo alto de nuestros edificios y desde lo íntimo de nuestros corazones.

Pero esta esperanza no es solamente tranquilizadora y llena de paz interior, la esperanza cristiana nos llama a una responsabilidad activa y dinámica. La llegada de Jesús, príncipe de la paz y luz del mundo, disipa las tinieblas. Jesús es el pastor que nos guía hacia las aguas tranquilas del amor y la felicidad. Este Mesías aparece como niño indefenso tal como somos nosotros cuando, descorazonados, nos reconocemos necesitados y humildes. La llegada de este Jesús en la Navidad nos llena de fuerza y nos renueva. Jesús nos ha dejado a continuar nosotros su misión de paz, justicia y de amor. Somos responsables de hacer su reino una realidad. Y no importa que todavía no lo hayamos hecho, siempre hay tiempo para pedir perdón, levantarnos otra vez, quitarnos el polvo del camino, sonreír a un nuevo amanecer.

La esperanza de la Navidad no puede ser superficial ni efímera, sino que va creciendo profundamente dentro de nosotros y contagia y se extiende a todos los que nos rodean.

Al prepararnos para la Navidad en este tiempo de Adviento, la Iglesia nos invita a reflexionar, a encontrarnos con nosotros mismos en nuestras debilidades y limitaciones, a pedir perdón. Pero este pedir perdón no debe ir con la morbosidad negativa del derrotado. El anuncio de la llegada del Mesías nos debe arrebatar en alegría tanto externa como interna. Las luces con que adornamos nuestras casa y ciudades tienen que reflejar la luz que tenemos dentro y que nada ni nadie nos puede apagar. Vivimos en esperanza porque Dios está con nosotros y eso nos hace victoriosos en medio de las crisis y los problemas tanto personales como sociales.

Vivamos con alegría estas Navidades con nuestras familias, con nuestros amigos, en nuestras comunidades y con la comu­nidad universal de todas las gentes. No esperemos que el mundo se arregle solo. Recibamos a Jesús en nuestros corazones, renovemos la esperanza si acaso la hemos perdido y trabajemos por un mundo mejor. ¡Feliz Navidad!