¿Pacto de no agresión dentro de nuestras familias?

Autor: Padre Ernesto Fernández-Travieso, S.J.

Libro: Para no ser un rinoceronte más  

 

 

íQué difícil es entender los designios y los diseños de Dios!. Nos da la vida a cada uno y nos crea personalmente individua­les. De los millones que habitamos nuestro planeta no hay dos iguales, cada uno es un mundo distinto con cualidades diferentes. Dios nos crea, como dice la Biblia, a su imagen y semejanza, por lo tanto capaces de crear, construir, transformar la tierra, cooperar con El en este mundo hasta el fin de la evolución.

Pero ahí viene su genialidad que puede aparecer como una contradicción: cada uno de nosotros está dotado de un egoísmo que puede echar al traste todas esas cualidades creativas. Al crecer en sociedad, vamos comprendiendo que ese egoísmo debe de ser controlado, domesticado, para poder vivir en armonía con los demás. Nos vamos dando cuenta de que «caemos mal» si damos rienda suelta a nuestro egoísmo individual, si no escuchamos las opiniones o puntos de vista de los demás, si no somos capaces de trabajar juntos y de ayudarnos juntos.

Jean Jacques Rousseau, típico producto de la revolución francesa, en su influyente estudio Emile (1762), expuso una nueva teoría de la educación, subrayando la preeminencia de la expresión sobre la represión para que un niño sea equilibrado y librepensador, «crea» un individuo que necesita utilitariamente de los demás y se ve obligado a hacer un pacto de colaboración con los otros para poder convivir. Los cristianos enfocamos la realidad de otro modo. Creemos que en nuestra naturaleza humana somos llamados hacia lo espiritual, nacemos necesitándonos unos a otros con una vocación para el amor que produce verdadera armonía y colaboración. Jesús nos enseñó el mandamiento del amor que, aunque es difícil de cumplir, vive en nosotros como un ideal y un desafío para todos los días de nuestra vida.

En nuestra evolución de millones de siglos, el hombre empieza a fundar sociedades desde la primera célula familiar constituida por la pareja que engendra hijos. Esa familia, unida por la consanguinidad pero también por el crecer juntos, aprender juntos, trabajar juntos, va formando después las tribus, los pueblos y naciones. Y es la familia el origen y base de esas sociedades. En la familia aprendemos a encontrar nuestra propia identificación personal. Gracias a la madre, sobre todo, nos vamos haciendo seres sociales y comprendemos que no estamos solos, que tenemos que compartir con los demás. La base sólida de nuestras familias nos enseña y entrena para la vida. Y conservando nuestra individualidad e identidad personal, podemos integrarnos en los grandes grupos que formamos la sociedad universal.

La familia nos ayuda a buscar explicaciones a esas pregun­tas fundamentales de la vida que ya desde niños, a veces moles­tamente, empezamos a expresar. Y la familia entonces nos habla de Dios, de los misterios de la vida, de nuestra condición humana¼

El evangelista Juan, aquel muchachito que siguió a Jesús como apóstol, nos grabó su famosa oración de despedida en la última cena: «Padre, te pido que todos sean uno». Y pudiéramos pensar que Dios se estaba burlando de nosotros. Ese Dios que ha creado la humanidad con una pluralidad sólo digna de él, el Dios que nos hace individualmente únicos, el Dios que nos lanza al mundo egoístas, ahora pide al Padre que seamos uno¼ ¡Qué contradicción! ¡Menuda tarea que nos queda por hacer!

En el mundo de hoy tenemos que comprometernos a esa misión. Tenemos que transformarnos de una masa de entes individuales, egoístas, capaces de matar, a seres que se amen y se ayuden hasta vivir armónicamente en el reino de paz, justicia y amor que nos anunció Jesús. Tenemos una escuela donde entrenarnos, una familia que nos enseña a conocerse cada uno individualmente, conocer y aceptar a los demás, y por último, a conocer nuestra misión en el mundo.

Hoy más que nunca necesitamos la familia como base dinámica de nuestra sociedad universal.