El bien y el mal, ¿polos opuestos?

Autor: Padre Ernesto Fernández-Travieso, S.J.

 

 

Comenzamos hoy con una serie sobre un tema crucial en nuestra existencia humana: el bien y el mal. Hoy, que tal parece que está de moda el relativismo y que muchos, con un pasmoso infantilismo aseguran que no hay diferencia entre el bien y el mal, conviene reflexionar profundamente sobre este tema.

A cada paso nos encontramos afligidos con los efectos del mal. Basta enterarse de las noticias: los crímenes, la delincuencia, las guerras, la destrucción de nuestros valores familiares, la deshumanización reinante, la corrupción en nuestros sistemas políticos y sociales… Todo esto nos tiene que hacer reaccionar a este relativismo anárquico que está confundiendo en especial a nuestros jóvenes.

Quizás no nos guste utilizar ya el nombre de “mal”. Sería bueno usar la palabra “negativo” al referirnos a todo lo que es destructivo. Existen esos negativos tanto en la naturaleza como en la humanidad. La ciencia ha avanzado extraordinariamente para familiarizarnos con la naturaleza en el último siglo. Se pueden explicar científicamente fenómenos que en las civilizaciones antiguas se explicaban sólo con mitos y culpando a “dioses crueles”. La cultura judeo-cristiana fue la única que nos trajo una visión positiva de la vida y de la creación. Aquella frase del Génesis “Y vio Dios que todo era bueno…” tuvo que sonar como un escándalo a los antiguos de otras civilizaciones. Ese Dios viviente, de justicia y amor, quería la salvación de todos los seres humanos y que hasta los invitaba a cooperar completando la creación. Ese Dios unía a la razón con la fe.

Dios ponía todo a los pies del hombre y la mujer: sus colaboradores y no víctimas en su creación. El mal aparecía como ausencia de bien. Lo negativo era un “desafío” para encontrar soluciones y transformar la tierra. Dios les entrega la semilla para cultivar y a todos los animales para ayudarse…

Esa visión positiva hizo obsoletas a todas las otras teorías que aunque ricas en filosofía, nunca tuvieron respuestas entendibles para lo negativo de la creación y de la vida. La visión judeo-cristiana redujo como irracionales a todas esas doctrinas fatalistas de la antigüedad. El cristianismo tenía promesas de vida eterna y la vida humana sería un campo dinámico de entrenamiento y laboriosidad para esa vida verdadera. Lo negativo tenía que ser transformado. La ausencia de bien era un acicate para que los humanos pudiéramos mostrar nuestro poder de creatividad sobre la naturaleza. Éramos seres racionales e inteligentes creados a imagen y semejanza de Dios, o sea, capaces de crear y transformar el mundo a través de la historia.

Volviendo al mundo de hoy, que en su negativa confusión quiere abandonar una tradición que históricamente nos libera de nuestra animalidad. No somos vacas ni rinocerontes, brutos y tercos, incapaces de obrar más allá de sus instintos. Somos los únicos seres de la creación llamados a ser libres hasta de nuestros propios instintos egoístas. Por lo tanto, con un poder de Dios para hacer el bien y rechazar el mal.

Llegamos entonces a un tema que nos intriga más todavía: la presencia de esa inclinación al mal que reconocemos dentro de nosotros mismos. Cualquiera creería que viviendo en una creación incompleta a la que tenemos que transformar responsablemente, todos tendríamos lógicamente que entendernos, como seres humanos racionales que somos, para trabajar unidos. Sin embargo somos libres para escoger el mal y, por egoísmo, hasta odiar y hacer daño a los demás.

Con semejante polarización ¿qué podemos hacer para seguir viviendo?

Continuaremos reflexionando sobre el desafío de nuestros polos opuestos.