Ni es evangelio ni es de Judas

Autor: Emilio de Armas

 

 

Cuatro Evangelios constituyen la fuente canónica aceptada por la Iglesia Católica (y por todas las otras iglesias y sectas cristianas que de ella se han separado a lo largo de los siglos) para conocer la vida y las enseñanzas de Jesucristo. Frente a estos Cuatro Evangelios, se alza una verdadera montaña de textos, calificados como apócrifos unos y gnósticos los otros, que ofrecen visiones divergentes (y muy contradictorias entre sí) acerca de Jesús. Muchos de estos textos eran desconocidos hasta fechas relativamente recientes, y de algunos sólo existían referencias. Entre estos últimos se encuentra el llamado “Evangelio de Judas”, “cuya autenticidad se anunció” el 6 de abril, y sobre el que acaba de trasmitirse un interesante documental realizado por la sociedad National Geographic.

La autenticidad que ha sido probada es la del manuscrito, es decir, la del papiro de 26 páginas encontrado en Egipto en 1978, cuidadosamente analizado, restaurado y traducido por especialistas, quienes han llegado a la conclusión de que fue escrito alrededor del año 300 d.C. Esta autenticidad nada tiene que ver con el contenido del llamado “evangelio”, cuyo planteamiento fundamental es de clara raíz gnóstica: Judas no habría traicionado a Jesús, sino que, a petición de su maestro, habría aceptado entregarlo para que, sufriendo el martirio de la cruz, su alma se liberara del mundo material en que se encontraba encerrada, y pasara así a un plano de conocimiento perfecto. Dicho en otras palabras: lo que la ciencia ha demostrado es que el papiro donde se cuenta esta historia tiene unos 1,700 años de antigüedad, lo cual no prueba, en términos estrictamente académicos, que la historia narrada en él sea cierta o falsa. Al “Evangelio de Judas” (escrito por cualquiera menos por Judas, como sucede con los apócrifos “de Santiago”, “de Pedro”, “de Nicodemo”, y con los gnósticos “de Tomás”, “de Felipe”, “de María Magdalena”) se había referido ya San Ireneo en su apasionado tratado contra los herejes y sus evangelios, escrito en el año 180 d.C. Y a esta proliferación de evangelios escritos durante los primeros tiempos del cristianismo alude, abiertamente, el prólogo del Evangelio de San Lucas: “Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la Palabra, he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido” (Lc. 1, 1-4).

Ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas ni Juan argumentan nada de lo que narran para convencer a nadie: lo tomamos o lo dejamos, pero ellos estaban seguros de “la solidez de las enseñanzas” que trasmitían. Los apócrifos, en cambio, suelen abundar en explicaciones que apuntalen su “veracidad”, y los gnósticos apelan a un recurso cuyo atractivo es hoy tan fuerte como hace dos milenios: “Escucha, te voy a revelar un secreto, un gran secreto; ésta es la verdadera historia de… Casi nadie la conoce, pues sólo puede trasmitírseles a los elegidos, y ahora tú, por recibirla, vas a entrar en el círculo…”

¿Y a quién no le ha atraído alguna vez eso de “entrar en el círculo” de los elegidos?

Recuerdo la impresión que me causó la primera lectura que hice de los evangelios apócrifos, hace más de 20 años… Salí del “círculo de los elegidos” con la impresión de que algún buen bromista de la época de los gladiadores todavía se estaba riendo de mi “insaciable sed de conocimiento”. Y volví a los Cuatro Evangelios en busca de la sobriedad, del realismo narrativo y de la convincente sencillez que los caracteriza, valores éstos que se hacen aún más evidentes cuando se compara el escalofriante realismo de la resurrección de Lázaro, narrada en el Evangelio de San Juan, con cualquiera de las historias de magia que abundan en los apócrifos. Lo mismo me sucedió al leer los evangelios de Nag Hammadi: todo lo que a guisa de “secreto” se “revela” en ellos es muchísimo menos impactante que la sencilla afirmación de que “quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”, proclamada por Jesús ante sus discípulos, también en el Evangelio de San Juan.

Se acusa a la Iglesia de haber proscrito y destruido cuanto evangelio apócrifo y gnóstico cayó en sus manos durante los primeros siglos de su historia, y cada vez que aparece un nuevo evangelio se afirma que “ahora sí tenemos la verdad en las manos: la historia real de Jesucristo, la que la Iglesia nos ha querido ocultar durante dos milenios”.

Y cada vez que aparece un “nuevo” evangelio (por muy apócrifo, muy gnóstico y muy herético que sea), los cristianos debemos alegrarnos. En primer lugar, porque todo descubrimiento que añada algo a la cultura universal, es motivo para alegrarse, y los evangelios apócrifos y gnósticos forman parte de la cultura universal y de la cultura cristiana, pues se escribieron como resultado del tempestuoso desarrollo inicial del cristianismo. En segundo lugar, porque cada “nuevo” evangelio que se descubre o se redescubre, ratifica, por contraste, la veracidad de la aserción de Lucas: “…para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido”. Y en tercer pero principalísimo lugar, porque todos esos evangelios, “y cien más si llegaran a aparecer”, demuestran la fascinación universal que ejerció y sigue ejerciendo el que se llamó a sí mismo Hijo del Hombre.

Pero éste, ni es evangelio ni es de Judas.

Emilio de Armas es director de la Voz Católica, Periódico de la Arquidiócesis de Miami