Leyenda e historia de los Evangelios Apócrifos

Autor: Emilio de Armas

 

 

Los “evangelios secretos”, los “evangelios silenciados por la Iglesia”, los “verdaderos evangelios”, los “evangelios que la Iglesia no quiere que usted lea”… Las denominaciones son aún más numerosas, y las ediciones y los sitios de la Internet donde es posible conocer estos “evangelios” aumentan en la misma medida en que aumentan el interés o la curiosidad por sus “secretos”.

Pero una gran parte de los misteriosos documentos ha estado a la disposición de los lectores, prácticamente, desde que se escribieron. Se trata de los Evangelios Apócrifos, todo un cuerpo de relatos sobre la vida de Jesús escritos durante los tres primeros siglos del cristianismo; relatos que nunca fueron secretos, pero que tampoco fueron aceptados por los Padres de la Iglesia como canónicos, es decir, como parte del Nuevo Testamento.

¿Por qué? Modernamente, se insiste en que dichos relatos no contribuían a cimentar el poder institucional de la naciente Iglesia, por lo que ésta los rechazó y condenó. Se olvida –o se desconoce interesadamente– que durante aquellos primeros siglos la Iglesia cristiana ocupaba el primer lugar en la lista de los proscritos, por lo que difícilmente podía dedicarse a reprimir. Algunos de los primeros campeones de la ortodoxia cristiana fueron, al mismo tiempo, perseguidos por el poder romano y murieron por su fe. La causa de la exclusión (no de la destrucción sistemática) de los Apócrifos, fue mucho más sencilla: su conocida falta de autenticidad testimonial, y su tendencia a sustentar la naturaleza sobrenatural de Jesucristo atribuyéndole a éste la realización de prodigios espectaculares, lo que relegaba a un plano muy secundario la trasmisión del mensaje cristiano.

En efecto, la significación original del calificativo “apócrifo” es la de “fabuloso”, y ésta es la condición de gran parte de las historias que integran el cuerpo de los Evangelios Apócrifos, a lo cual habría que añadir el contenido gnóstico de algunos de ellos, sobre todo de los que se descubrieron en la biblioteca egipcia de Nag Hammmadi en 1945, y que responden a creencias que se valieron de las nacientes estructuras eclesiales para difundir un mensaje esencialmente distinto del cristiano, anteponiendo el conocimiento elitista de “verdades” supuestamente ocultas a la fe en el sacrificio redentor de Jesucristo. Pero todos los Apócrifos –gnósticos o no– son posteriores a los cuatro Evangelios canónicos (San Marcos, San Mateo, San Lucas y San Juan), y aun posteriores a la Didaké, posiblemente el texto cristiano más antiguo que se conserva después de los cuatro Evangelios, y que se consideraba perdido hasta que, en 1873, fue redescubierto por un sacerdote griego. La Didaké se escribió, aproximadamente, entre los años 95 y 100 d. C., y su redactor formaba parte activa de una comunidad cristiana establecida; Mateo y el Discípulo Amado, a quien se considera autor del Evangelio de San Juan, acompañaron a Jesucristo durante su misión; Marcos y Lucas, por su parte, aprendieron de los primeros apóstoles y discípulos. Independientemente del proceso de desarrollo textual sufrido por estos cuatro Evangelios hasta alcanzar la forma en que los conocemos, sus autores “tenían una historia que contar” de primera mano, una historia que habían vivido y contribuido a protagonizar, nada menos que junto a Jesús o muy cerca de él.

Los Apócrifos, en cambio, se escribieron despúes, con el fin de llenar los espacios vacíos dejados por los cuatro relatos originales, en los que se hace muy poca mención de la infancia de Jesús, y ninguna de sus años juveniles: todo un largo período al que se ha llamado, justamente, su “vida oculta”. Los autores de los Apócrifos apelaron a dos fuentes principales: los cuatro Evangelios y las tradiciones orales de las diversas comunidades cristianas –a veces separadas entre sí no sólo por distancias geográficas, sino por interpretaciones y polémicas doctrinales–. A estas dos fuentes se añadió un poderoso recurso literario: la imaginación. Si Jesús era el hijo de Dios hecho hombre, nada le impedía obrar actos sobrenaturales de todo tipo, y a algunos autores les pareció que la resurrección de Lázaro no bastaba para demostrar la sobrenaturalidad del Maestro, por lo que le atribuyeron a éste una infinidad de prodigios francamente mágicos. Para revestir de autenticidad estas narraciones, su autoría se atribuyó a algunos de los primeros apóstoles. De este modo se compusieron los relatos evangélicos de “Andrés”, “Juan”, “Pedro”, “Felipe” y “Tomás”… todos ellos, muchos años después de la muerte de sus respectivos “autores”. Bastaba este procedimiento, ampliamente conocido en la época en que tales relatos proliferaron, para excluir los Evangelios Apócrifos del cuerpo canónico. Pero, a la inautenticidad de su origen, algunos de los Apócrifos unían episodios dudosos, cuando no heréticos; tal fue el caso del llamado Evangelio de Pedro, donde Jesús moría en la cruz sin que pareciera sufrir dolores físicos, lo cual exaltaba su divinidad en detrimento de su humanidad. En una época en que la Iglesia se afanaba por defender su cuerpo de creencias no sólo de los errores doctrinales, sino de la oposición rabínica y de la persecución romana, la exclusión de todo lo que atentara contra su unidad doctrinal era una medida tan necesaria como previsible. Sobre la base de esta exclusión, el calificativo de “apócrifo” ha venido a significar “falso”.

Pero los Evangelios Apócrifos nunca fueron condenados a la destrucción por la Iglesia naciente, al menos en su totalidad; antes bien, algunos de ellos circularon todo lo ampliamente que los medios de difusión de los cuatro o cinco primeros siglos lo permitían, como expresión de la intensa religiosidad de las diversas comunidades cristianas entre las que se originaron. Este es el caso de los llamados Apócrifos de la Natividad, de la Infancia, y de la Pasión y Resurrección, historias que exaltan, exageran o aun inventan las manifestaciones sobrenaturales en las vidas de María y de Jesús, pero cuya proyección espiritual no puede calificarse de herética. No fue hasta el siglo VI que la ya oficializada Iglesia de Roma, mediante el llamado Decretum Gelasianum, rechazó los Apócrifos como inauténticos. Pero ni siquiera esta medida, dictada por el afán de separar el trigo de lo que entonces parecía cizaña, hizo desaparecer los imaginativos textos. Aquellos que se oponían abiertamente a la doctrina de la Iglesia –caso que ilustran los llamados Evangelios Gnósticos– fueron buscados entonces con especial ahínco para garantizar su destrucción, de la cual parecen haberse salvado algunos por obra de una comunidad de monjes asentada en el desierto egipcio. El descubrimiento de los textos de Nag Hammadi nos ha hecho tomar conciencia de los graves desafíos doctrinales que tuvo que sortear el cristianismo durante sus primeros siglos de existencia, enfrentándose a sectas que actuaban secretamente dentro de las agrupaciones eclesiales, y que pretendían apoderarse de la imagen de Jesucristo para difundir contenidos religiosos contrarios a la esencia de la Redención. En este sentido se destacan los “evangelios” de “Tomás” y de “Felipe”, dos colecciones de sentencias gnósticas puestas en boca de Jesús.

Tomados como lo que realmente son –relatos e interpretaciones que abordan la vida de Jesús con una imaginación tan devota como desbordante, o aun desde una perspectiva abiertamente heterodoxa–, los Evangelios Apócrifos constituyen una valiosísima fuente para conocer y estudiar el desarrollo de la tradición cristiana, de la cual se hicieron eco ampliamente, incluso aquellos que, como los gnósticos (del griego gnosis, “conocimiento”), se basaban en ella para contradecirla.

Entre los Evangelios Apócrifos no heréticos se destaca el Protoevangelio de Santiago, así llamado porque ofrece una relación de los hechos que precedieron el nacimiento de Jesús, atribuida al Apóstol Santiago el Menor. El Protoevangelio es, en realidad, una hermosa narración simbólica centrada en el nacimiento, la infancia y la consagración de María, cuya condición de doncella elegida por Dios ocupa el primer plano de la historia; entendido en su dimensión simbólica, el Protoevangelio expresa la intensa veneración rendida a la Madre de Jesús desde los primeros siglos del cristianismo. En este sentido, es una auténtica prueba de que la devoción a la Santísima Virgen tiene sus raíces en los fundamentos de la religión cristiana, y así lo han entendido especialmente las iglesias orientales, que han tenido en alta estima el Protoevangelio de Santiago.

Las modernas ediciones y traducciones de que han gozado los Evangelios Apócrifos, en torno de los cuales han vuelto a entablarse vivísimas polémicas intelectuales y religiosas, es una prueba incuestionable de que el cristianismo ha sido y es la más alta aventura espiritual del ser humano.

 

Emilio de Armas es director de la Voz Católica, Periódico de la Arquidiócesis de Miami