Por Cristo…

Autor: Eduardo Rivas

 

 

Dieguito, el menor de mis nietos, bajó del auto en brazos de Claudia mi nuera, con una cara de aburrimiento y mal humor, que era todo un poema. Claramente se podía notar, que había estado durmiendo durante el trayecto de su casa a la mía, y que el hecho de despertarlo para bajarse, era una verdadera afrenta a la placidez de sus sueños.

Yo había llegado justo detrás de ellos, así que mientras estacionaba mi auto, ellos se acercaban a la casa. Bajé del auto, y me detuve detrás de ellos para ver qué hacía. En ese momento, Claudia le dijo: Mira quién está detrás de nosotros.

Él volcó su carita enfurruñada y molesta, pero al verme, abrió los ojos y la boca, con una expresión de alegría tan enorme, que parecía que hacía muchísimo tiempo que no me veía, y gritó: ¡Abuelo! ¡Abuelo!, y se soltó de los brazos de su madre, y sonriendo con esa expresión de felicidad que solo los niños tienen, corrió, se abrazó a mis piernas, y me entregó su boquita fruncida para darme un beso, ¡Abuelo, cómo estás!...

Sin duda, la forma de saludarme de Dieguito, es una de las cosas más bellas que me suceden casi cada día. Estamos con él casi a diario, pero invariablemente, al verme, repite esa mirada de felicidad que le ilumina el rostro, esa sonrisa total (como decimos comúnmente, “de enero a diciembre”), y ese grito de ¡Abuelo!, que trabaja en mi corazón como una aplanadora, haciendo desaparecer todo lo malo, el cansancio, el calor, todo lo gris que haya podido sucederme durante el día. Me siento feliz, alegre, me desborda la ternura, y tengo que controlarme para no darle un abrazo que le parta las costillas, y al levantarlo, siento el abrazo y el beso de cada uno de mis otros nietos.

Amo a todos mis nietos, la verdad es que a ninguno lo amo más que a los otros. Cada uno de ellos a la vez, es el dueño de todo mi corazón y toda mi ternura, en ese milagro que es el corazón humano. Sólo otro abuelo podrá comprender cuánto y cómo se puede amar al hijo (o hija) de su hijo (o hija), pero este niñito de tres años, que ahora es el único que tenemos cerca, tiene la virtud de alegrar mi corazón también en nombre de los otros cuatro. Resumiendo, puedo asegurar, que cada que me ve, Dieguito vive una verdadera fiesta, una pascua. ¿Será necesario decir qué es lo que vivo yo?

Cuando nuestro Señor se elevó a los cielos, nos dejó varias promesas. Él estará con nosotros (su Iglesia), todos los días hasta el fin del mundo, pero además, Él retornará un día en medio de toda su gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos. Y como garantía de esas hermosas promesas, nos regaló su inexplicable y maravillosa presencia en las especies eucarísticas. Se entregó como alimento, y así se convirtió ya no sólo en el dador de vida, sino en la vida misma para la humanidad, y al renovar en cada Eucaristía el sacrificio de la cruz, lo transforma en una ofrenda inigualable a la majestad del Padre.

¿Cómo podemos entonces los católicos dejar de vivir una pascua permanente? Quizá, nos hemos acostumbrado a esa presencia que no podemos ver, pero que se manifiesta en cada instante en las formas más sutiles y a veces no tan sutiles, y que el mundo nos ha enseñado a llamar coincidencias, casualidades, probabilidades, o triunfos personales. ¿Qué seríamos, pobres de nosotros, sin la asistencia y la protección divina?

A veces, no se puede evitar un sentimiento de pérdida, de pena, de tristeza, cuando vemos personas en la santa misa, que están atentas más a sí mismas o a sus vecinos, dejando que de diluyan en la nada las gracias enormes que están destinada a ellos por el sólo hecho de estar presentes ante la inefable presencia nada menos que de Dios, del Creador de todas las cosas.

Si pensamos detenidamente, llegaremos a la conclusión de que deberíamos sentir siempre los saludos y la alegría de Dieguito. Llenarnos de alegría, y correr materialmente, a encontrarnos con ese gran Señor, que tan humildemente viene a nosotros.

“Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed” dice el capítulo 6 del Evangelio según San Juan, y se toma como el anuncio del Milagro Eterno, de la transformación del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor, que misericordiosamente decidió quedarse entre nosotros.

Yo soy el Pan de la vida… En el mundo decimos que existimos más de mil millones (1.000.000.000 ¡Cuántos ceros…! ¿No?), que nos calificamos como cristianos, o sea, que aceptamos seguir las enseñanzas de Cristo. ¿Por qué entonces no hemos cambiado al mundo en 2000 años? ¿No será que hemos perdido de vista la presencia real de Dios mismo en cada Eucaristía, y que por eso vamos perdiendo la inmensidad de gracias que el Señor tiene para cada uno de nosotros?

El Pan de la Vida… Es el pan que alimenta a todo el ser. Cuerpo, alma y espíritu son vivificados por este alimento celestial, que únicamente espera que nosotros lo solicitemos, que lo llamemos, y Él acude inmediatamente, llenándonos de su amor, de su paz y de su luz.

Pan… que entra hasta el fondo del alma, que susurra al oído atento, mil palabras de consuelo y de amor, cambiando en música al silencio, en alegría la tristeza, en compañía la soledad. Que sacia por completo esa vieja ansiedad que no deja descansar al hombre, y que nos lleva a buscarla allá donde precisamente nos espera el enemigo para perdernos.

Un famoso líder de la Rusia comunista, decía que si la religión católica fuera la verdadera, las iglesias estarían llenas permanentemente con gente en adoración esperando recibir la comunión de cada día. ¿Cómo pues es posible que nosotros mismos no hagamos conciencia de tamaña gracia? Es Dios, que se digna venir a cada uno, con apariencia de pan, pero con toda la esencia de su ser divino y vivificador. Verdadero Pan de la Vida, presente en la Sagrada Eucaristía y entregado en la Santa Comunión.

Hagamos pues el propósito, de acudir a la Santa Misa, con la conciencia plena de que seremos testigos presenciales del Sacrificio de Jesús en la Cruz, y pidámosle, que una nuestros pocos méritos a la magnificencia de los suyos, y que Él los presente ante Dios Padre en nuestro nombre y en el de toda nuestra comunidad.

¿Verdad que ir a misa debería ser una fiesta pascual de cada día? ¡Allá, si ponemos atención, de veras podremos ver y testificar el paso (Pascua) del Señor! …Y quizá se muestre en nuestro corazón la alegría de Dieguito cuando el sacerdote levante la hostia y diga “Este es Jesús, el Cordero de Dios, el que quita los pecados del mundo, ¡Dichosos los invitados a la cena del Señor”.