La alegría de mi gratitud

Autor: Eduardo Rivas

 

 

Mi propia voluntad... ¡Cuántas cosas habrían tenido otro fin, si no hubiera impuesto mi propia voluntad! ¡Cuántos dolores, cuántas llagas abiertas en mí y en mis hermanos, cuántas equivocaciones, cuánto dolor para el Corazón de mi Jesús, que solo quiere mi bien!

Debo hacer el sacrificio de los sacrificios: ¡renunciar a hacer mi propia voluntad!.

La obediencia es un peso enorme que cada uno debe llevar consigo. Causa a veces grandes y profundas heridas; pero también hace resurgir el alma con los más coloridos diamantes del verdadero amor.

Quien sufre y permanece en paz, verdaderamente sufre y obra en Nombre de Jesús. El nos ama, no por lo que somos o poseemos, sino por lo que no somos ni poseemos. El secreto está en no buscar ser algo ante los ojos de Dios, mucho mayor es el mérito de no ser nada para que El pueda ser todo en mí.

Entre el hombre y la Voluntad de Dios debe haber una perfecta unión, ya que llevamos cofres llenos de néctar precioso, que luego tendremos que verter a los pies del Padre para la salvación de las almas. Ese néctar es el amor al trabajo que se nos ha encomendado: el Apostolado de la Nueva Evangelización.

Quisiera dar a Jesús la alegría de mi gratitud aunque tan sólo sea una vez al día. El sabe bien lo que le pertenece en mi corazón.

Mucho bien me hace observar a los pobres, pero debería mirarlos con más detenimiento, y con los ojos del corazón. Ellos saben bien lo que tienen y lo que necesitan. ¿Agradezco yo lo que tengo y sé lo que necesito? 

Estoy seguro de que Jesús mira el número de seres que habitan la tierra de hoy, y encuentra que es muy pequeño el grupo que le pertenece y menor aún aquel que le agradece.

Me iré con mi pensamiento, a meditar en la Casita de Nazaret, allá mismo, en el lugar donde la Sagrada Familia solía dejar pasar la tarde de algún sábado meditando las Sagradas Escrituras, escuchando a Jesús, visitando, ayudando a sus vecinos, para dejar que el amor me arrebate de mi manera ordinaria, para aprender a ser un hombre nuevo y dispuesto a todo sacrificio. 

Y como fruto de esta meditación, quisiera esperar en silencio, pidiendo a Dios que cuando me llegue el momento supremo de mi muerte, entre todas mis penitencias, la mayor sea la de seguir viviendo.