En una sala de espera de hospital, entró la muerte

Autor: Diego Quiñones Estévez

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Dos mantas tendidas sobre los incómodos asientos de falsa madera, sustentados por aluminio blanco y negro, han sido preparadas para sobrellevar la vigilia en una sala de espera de uno de tantos hospitales saturados e impersonales del Sistema Sanitario Público Andaluz. En un periódico de tirada nacional, abandonado en uno de los asientos, se destacan dos titulares de las dos noticias más tratadas y manipuladas en las últimas semanas, por los medios de comunicación del laicismo radical, promotores de la muerte provocada y defensores del terrorismo: “Muere Inmaculada Echevarría, que había pedido la eutanasia por distrofia muscular progresiva”; “El etarra De Juana Chaos, excarcelado por razones humanitarias, se recupera de su huelga de hambre.”  

Los familiares de una anciana de ochenta y cinco años, enferma crónica de corazón, llevan dos noches turnándose para no dejarla sola en una habitación hospitalaria siempre ocupada por varias personas. Junto a su cama de hospitalización, otra anciana con parecidas complicaciones cardiovasculares y respiratorias, comparte la estancia, a la espera de superar la enfermedad que se le ha agravado.   

Las habitaciones para los enfermos en los hospitales públicos andaluces, los fines de semana y los días festivos, se atiborran con las visitas de familiares, allegados, amigos y vecinos, que asfixian al enfermo tendido en la cama, ya que lo someten a un estrés donde se amontonan voces, gritos, charlas, risas, televisores encendidos, entradas y salidas de pisadas y manos que llevan paquetes, bolsas, bolsos, bocadillos, refrescos, zumos, botellas de agua mineral compradas en la cafetería.  

En medio de tanta turbamulta, los facultativos, las enfermeras, los enfermeros, los auxiliares, las limpiadoras, los celadores, se mueven con más precaución que dedicación plena a los enfermos, y de manera prioritaria a los enfermos más necesitados como los ancianos y enfermos crónicos o terminales.  

Cuando el domingo da sus últimas bocanadas, y la multitud abandona el hospital para repartirse por sus casas, en la habitación número doscientos uno, acaba de fallecer la anciana de ochenta y cinco años. De su habitación bipersonal salen los llantos de los familiares que estaban junto a ella en vigilia inhóspita, solitaria y desalmada, sin Dios, sin ningún sacerdote al lado del enfermo para el último adiós en los deshumanizados centros hospitalarios del Sur de España, donde también llega el fin de la vida cuando se siente tan de cerca la muerte de la mano de la enfermedad, de un  accidente o de la ancianidad. 

La sala de espera que se ilumina con una luz que reverbera por unas paredes amarillas como la muerte, se inunda de voces, gritos, llantos, llamadas telefónicas de móviles parlanchines y dislocados. En medio de tantísima barahúnda, sólo dos frases se oyen frías y rotundas mezcladas con el dolor, las lágrimas y los llantos: “¡Ha muerto la abuela! ¡Llamad al médico para confirmar su muerte!” 

A la una de la madrugada, se marchan todos aprisa y corriendo, y la amarillenta sala de espera se queda sin personas pero sobre los asientos se han olvidado dos botellas de agua mineral y dos deshilachadas mantas grises, que, tal vez, en una noche fría en la habitación doscientos uno, o en su casa, arroparon al fenecido cuerpo de la anciana.

El periódico de tirada nacional, apologista de la eutanasia activa y pasiva y del terrorismo, yace estrujado en una papelera de plástico negro.

Cuando en la sala de espera se olvida el dolor por la muerte de la anciana, alguien entra  y apaga las luces, cierra con cautela la puerta, y, furtivamente, en la oscuridad amarilla, enciende un cigarrillo que inunda de olor amarillento e insalubre, la sala de espera de un hospital público.