Ser en Dios y negación de la vida

Autor: Diego Quiñones Estévez

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Todo ser humano, sea anciano o niño, enfermo terminal o con salud plena, lo que más ama es la vida, la vida es la madre que nos ha traído al mundo, y no por mero azar físico sino porque nuestra vida nace de quien nos da la vida para vivir eternamente: Dios Padre. Nuestros padres y madres carnales no son nuestros padres, aunque no ponemos en duda que de una parte de ellos, la unión genética de una parte de sus naturalezas, desde el principio de la concepción, en la unión del espermatozoide paterno con el óvulo materno, hemos recibido la vida biológica y todo nuestro ADN. Sin embargo, de nuestros padres, cuando recibimos y adquirimos la acción de vivir nuestra vida de modo responsable, podemos estar separados, vivan ellos o estén muertos. Pero quien de verdad es nuestro Padre, es Dios, pues de Él hemos recibido la vida del cuerpo y del alma, la vida espiritual y corporal, y a Él siempre estamos unidos. Dios actúa en nuestro acto de gestación, actúa creándonos, coengendrándonos. Como dice el místico católico del siglo XIII, el Maestro Eckhart (1260-1328), el Padre engendra en la eternidad a su Hijo, Cristo, sin cesar en nuestra alma, y aún más: “no sólo me engendra en tanto que su Hijo, sino que me engendra en tanto que Él mismo y Él se engendra en cuanto a mí y a mí en cuanto a su ser y su naturaleza. En la fuente interior, allí broto del Espíritu Santo; allí hay una vida y un ser y una obra. Todo lo que Dios realiza es uno; por eso me engendra en tanto que su Hijo sin diferencia alguna.”[1]

Con lo dicho, este amor por la vida, nace porque ésta es un don de Dios, que se ha convertido en el valor y el derecho fundamental de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y que se ha heredado de las dos grandes religiones históricas, por excelencia, la judía y la cristiana, del Judaísmo y del Cristianismo. En especial, este don eterno, este derecho, este amor por la vida, ha nacido del Cristianismo, del no matarás, de amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo, del no hagas a los demás lo que no quieres que hagan contigo.

Para el creyente, la vida es de lo más apreciado, por su carácter sagrado, pero no sólo para el creyente sino para el que no pone su vida en la transcendencia. Por muy cerca que una persona esté de la muerte, por instinto natural, por amor a la vida eterna, la persona no quiere morir o que le propicien la muerte por medio de la eutanasia activa o pasiva. Toda vida, en óvulo fecundado, en zigoto, en embrión, en feto, en plenitud vital, en la vejez o en la enfermedad terminal, es digna de ser vivida y protegida. Y más aún para los cristianos y creyentes, porque la vida nace de la fuente eterna que es Dios, de ella nace y a ella vuelve.

La vida no es el fin de la materia corporal, que he perdido la capacidad física e intelectual para seguir siendo productiva para el bienestar material de la sociedad, o que ha perdido la atracción de la belleza y la fuerza para el disfrute y el hedonismo. “El ser de Dios es mi vida”[2], y la negación de la vida y del ser persona, es la que propicia la muerte de la eutanasia activa y pasiva. Nuestro obrar y nuestro ser en Dios en la vida, están unidos a Dios Padre Creador, Dios actúa en nuestras vidas y hace viable que lleguemos a ser personas con una historia humana y transcendente.


[1] Eckhart, “Dios y yo somos uno”, en El triunfo de la nada, Edic. Siruela, Madrid, 1998, págs 51-56.

[2] Ibídem, pág. 53.