Los días de Dios

Autor: Claudio De Castro

 

 

Solíamos pasar las vacaciones del verano en Costa Rica. 

En aquella época nos quedábamos en la casa de mi abuela, a una cuadra de la pulpería «El Pato Cojo», en San José.

Crecimos en medio de la algarabía y la alegría de sabernos amados por Dios. Éramos mis tres hermanos y ocho primos, mis tíos, mi madre y mi abuela.

Mi primo Mario era el músico que tocaba el piano, Rodrigo la batería, Marta María y Oscar Julio, la guitarra. Los demás éramos aún muy pequeños para tocar un instrumento.

Las fiestas era siempre familiares. La orquesta, familiar; los invitados, familiares. Ésta es la ventaja de las grandes familias. Por las noches, en la gran mesa se jugaban juegos en los que participábamos todos.

Tengo 47 años y aún me veo caminando de la mano de mi tía Marta por las calles estrechas del barrio hacia La Dolorosa, para participar de la Misa dominical. Terminada la Misa, teníamos un compromiso: regresar temprano a casa para irnos todos de paseo con tío Julio a una finca, donde había una gran piscina, árboles frutales, y extensiones de hierba fresca para correr. Tía Marta preparaba con mi abuela y mi madre el almuerzo. Tortillas, huevo duro, frijoles molidos y jamón, que sabían a gloria. Sobre todo cuando el hambre se te despertaba después de horas de juego y de corretear por aquellos prados.

El domingo siempre fue mi día favorito. Día de familia, día de Dios.

Me toca ahora, con mi familia, continuar aquella hermosa tradición: hacer del domingo un día especial. En el que podamos disfrutar de la bendición del Padre celestial. 

Retomar la infancia y volverla a vivir con nuestros hijos. Cuando usábamos nuestras mejores ropas y sabías que te esperaba Jesús en la santa Misa, y luego te regalaría un hermoso día de paseo con aquellos que te amaban más.

Me encanta saber que Dios es mi Padre. Es tan bueno con nosotros. 

Me encanta vivir en su presencia, tenerle cercano, consciente que nos ama y que todo lo hace para nuestro bien.

¡Qué bueno eres, Señor!