La autentica felicidad

Autor: Padre Cipriano Sánchez

Fuente: catholic.net

 


Faltan muy pocos días para la venida de Nuestro Señor, y sin duda ya estamos preparando el ambiente externo, ya sabemos cómo y dónde vamos a pasar la Navidad y el Año Nuevo. Sin embargo, muchas veces el ajetreo normal de la vida podría hacernos perder de vista la necesidad profunda y seria de revisar lo que hay dentro del propio corazón. No olvidemos que el Adviento son días que nos invitan a reconocer al Señor. Son días para estar atentos y dispuestos ante Cristo que viene a nuestro encuentro. 

¿Cuál es el criterio fundamental para poder reconocer al Señor? Para reconocerlo es necesaria la fe. San Lucas en el Evangelio nos narra cómo María Santísima camina desde Nazaret hasta un pueblo de las montañas de Judea, entra en la casa de Zacarías y saluda a su prima Isabel. En este encuentro entre María e Isabel hay algo muy hermoso. Dice el Evangelio: “Isabel se llena del Espíritu Santo” y proclama: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Y hace una alabanza más a la Santísima. Virgen: “Dichosa tú que has creído”. 

Solamente quien tiene fe se encuentra con el Señor. Santa Isabel no sólo reconoce en María los signos exteriores del embarazo, sino que también reconoce que viene el Señor. “¿Quién soy yo para que la Madre de mi Señor venga a verme?”. ¿Cómo puede reconocer Isabel, en María, a la Madre del Señor? Sólo con una fe que es dócil, que se deja iluminar por el Espíritu Santo. 

Esta doble combinación: la fe y el Espíritu Santo, se convierten en dos herramientas necesarias para nuestra vida. ¿Cómo podemos reconocer al Señor que viene a nuestra existencia si no es con la fe y el Espíritu Santo? ¿Cómo voy a reconocer a Dios que viene a mi vida de diferentes maneras? El Señor que viene en lo cotidiano... Que viene a nuestra vida en el ámbito conyugal... El Señor que viene a nuestra vida en el trato con los hijos... Que viene en decisiones importantes que tenemos que tomar en los diversos ambientes que nos rodean... 

Qué triste sería que pasado el tiempo, uno dijese: “¿Por qué no tomé determinada decisión? ¿Por qué no cambié mi corazón?”. Y a lo mejor la respuesta va a ser la misma: “No fui capaz de reconocer al Señor”. ¿Por qué? Porque no quise, en la fe, acoger al Espíritu Santo. 

Cuántos momentos importantes hay en la existencia. Momentos en los que tenemos que perdonar o ser más generosos...; momentos en los que tenemos que tender una mano...; momentos en los que somos llamados a una vida de mayor compromiso y oración... Todo esto necesita de la fe, por parte nuestra, que recibe al Espíritu Santo. 

Sin estos ojos iluminados de la fe, ¿qué es lo que vemos en cada Navidad? Siempre lo mismo: el nacimiento, el arbolito, las luces. Sólo la fe y el Espíritu Santo nos permiten ver más allá de lo que nosotros solos somos capaces de ver. 

Cuántas veces en la vida decimos: “Es que no veo”. Y no es que no veas, sino que tienes que abrir el alma al Espíritu Santo para ser capaz de ir más allá de las realidades cotidianas. Entonces, como Santa Isabel, en María no verá sólo a una jovencita embarazada que viene a visitarla y ayudarla, sino que verá a la Madre de su Señor. Y verá que la Madre de su Señor tiene la felicidad de la que ha creído, y que por ser la que ha creído, es la mujer más feliz.

La auténtica felicidad de la vida no está en lo que se vive, sino en la fe con la que se vive. A veces somos nosotros los que encasillamos nuestra existencia porque dejamos a un lado la fe. La fe es lo que te permitirá encontrar la felicidad. La fe es la que te permitirá tomar decisiones. La fe es lo único que te podrá traducir las dificultades normales de la existencia en bendiciones de Dios. La fe es la que nos permite dejarnos llenar, como Santa. Isabel, del Espíritu Santo.

Aprendamos, en este Adviento, a que nuestra fe se identifique con el Espíritu Santo para que podamos ver en las cosas pequeñas y cotidianas de la existencia, al Señor que viene y que quiere de nuestra vida un cambio, una conversión, una mayor generosidad que es, en definitiva, lo que nos pide el Señor a cada uno.