¿Creo en Dios, pero no en su Iglesia?

Autor: Carlos Vargas Vidal

 

 

A quienes les estorba o incomoda la Iglesia tienen por común denominador una sola cosa: ¡No aman a Dios!

¡Cómo podríamos amar a Dios si ponemos a un lado la obediencia y la fidelidad al Magisterio de su Iglesia? ¿Y cómo podríamos amar a Dios si hemos dejado de amar y respetar a los Pastores de su Iglesia?

Quienes así lo hacen por lo general se agarran rabiosamente de rumores, fábulas o leyendas en contra de la Iglesia. En cambio otros, creyéndose más astutos, se agarran ferozmente de teorías científicas mal demostradas como si fueran dogmas de fe, desechando así los verdaderos dogmas de fe que les estorban. No porque en los dogmas de la Iglesia haya algo misterioso -¿acaso la vida no está llena de misterios?- sino porque lo que ellos tienen en contra de la Religión no son dificultades científicas, sino prejuicios y dificultades morales. Si la Iglesia no obligara a tener a raya las pasiones, nadie tendría dificultades contra la Religión. Es como alguien más dijo: “si los preceptos morales dependieran de las verdades de la Física, muchos negarían la Física en lugar de negar la Religión”.

También ocurre algo parecido con los ateos. Los que niegan la existencia de Dios es porque les conviene que no exista. Y cuando el hombre no cree en Dios, cree en cualquier otra cosa que va en contra de la Religión. Ya lo dijo Bacón: “Sólo niega a Dios aquel a quien conviene que no exista”. De tal forma que, como dijo Dostoieski: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Lo malo está en que si uno no respeta a Dios, ¿qué otra cosa puede respetar?

Todo esto también explica por qué algunos médicos se dan a la tarea de hablar mal de la Iglesia. La barbarie que cometen, como decía Ortega y Gasset, es que siendo profesionales en una materia se permiten opinar en cuestiones que ignoran, con la misma autoridad con que se pronuncian en su campo de especialidad.

Pero, ¿y qué de aquellos que se llaman católicos?

Buena parte de los católicos son dueños de una religiosidad muy pobre. No buscan aprender más de su Iglesia: sus libros sagrados, su fecunda tradición apostólica, sus documentos conciliares, sus magníficas encíclicas papales, la hermosa vida de santidad de muchos de sus hijos, etc. Mas bien les preocupa que hizo o dejó de hacer uno de sus sacerdotes o religiosos. Por todo ello y más, ¡son incapaces de defender a su Iglesia!

Hace poco leía esta gran verdad: Jesús hizo cabeza de su Iglesia a Pedro, a quien por otra parte fue al que más reprimió por sus equivocados juicios y errores de apreciación. Sin embargo, Pedro perseveró transformándose en la roca sobre la que se construyó la Iglesia. Pedro es una buena imagen de lo que es el aspecto humano de nuestra Iglesia. Imaginen ustedes que hubiera pasado si los primeros cristianos hubieran desertado de la Iglesia ante los signos de humanidad de Pedro. ¡Amemos, pues, a nuestros Pastores de hoy, porque Dios también está con ellos!

Cuando uno ama a su Iglesia encuentra que su amor, como cualquier otro amor, nos puede hacer sufrir. Eso sucede, por ejemplo, con el amor de una madre abnegada, pero exigente. Si la Iglesia estuviera hecha a nuestro gusto, dejaría de ser la verdadera Iglesia. En ella no puede haber una, sino muchas cosas que no nos agraden, pero que son para nuestro bien. La Iglesia no puede ser distinta a Dios, y Dios no siempre quiere para nosotros lo que ambicionamos porque Dios es también exigente. Esa exigencia de Dios y de su Iglesia es amor y es sufrimiento.

Si solo amamos a quienes nos consienten, no amamos lo mejor para nosotros. Si solo obedecemos a los que no dan siempre la razón, no estaremos obedeciendo a lo que nos conviene. Si no creemos más que en lo que es bueno para nosotros, no creeremos nunca en la santidad. Hay, pues, que saber sufrir por la Iglesia, tal como se sufre por los que amamos. La fidelidad, después de todo, siempre hace sufrir. Dejemos, pues, de estar inventando a nuestro propio Dios y a nuestra propia Iglesia.

Así, en la manera que amemos y respetemos a Dios; así seremos juzgados por nuestro respeto y amor a su Iglesia. Porque creer en su Iglesia es creer que Dios vive en ella y actúa de manera muy especial en ella. Dios está en y con su Iglesia, más allá de nuestras miserias como hombres que la integramos. Por ello, Dios la guía espiritualmente, y nunca la dejará sucumbir.

Finalmente, no hay duda que tenemos que aceptar lo que una vez Jesús, el Divino Maestro, previó: ¡la Iglesia es como un terreno en el que crecen, al mismo tiempo, el trigo y la cizaña! Lo que escandaliza no es que seamos buenos o malos feligreses sino que, siendo hijos de esa Iglesia que nos ama tanto y con la mejor buena voluntad, nos comportemos también como aquel discípulo que lo traicionó.