Tres favores

Autor: Padre Carlos G. Valles, S.J.

Web: Carlos G. Vallés

 

   

  

Se ofreció a llevarme al aeropuerto. Se adelantó a que yo tuviera que pedírselo a alguien del grupo. Yo estaba seguro de que alguien me llevaría de todos modos, pues todos acabábamos juntos aquel taller de fin de semana que yo estaba dirigiendo, y muchos irían al mismo sitio y nunca faltaría alguien que tuviera sitio en el coche y me acomodara a mí a su lado. Pero este muchacho lo hizo por iniciativa propia, sin que yo le pidiera nada, y bien a tiempo antes de la salida. Le di las gracias de verdad y quedé con él. Me llevaría él en su coche al aeropuerto.

Experiencia tengo yo de estas ocasiones, y una pequeña sospecha sí que me quedó. Siempre hay alguien en estos seminarios que quiere hablar conmigo al final para plantear cuestiones personales o discutir algún punto controvertido. Sospeché que este muchacho quería hablar conmigo de algo, y el camino juntos al aeropuerto le serviría de marco para la conversación privada. Era postura legítima, y lo menos que yo podía hacer para agradecer su favor era prestarme a hablar con él durante la hora escasa que duraba el trayecto por carretera.

Pero me equivoqué. Acabó el curso. Llegó el momento. Nos despedimos todos. Subí a su coche, en el que íbamos los dos solos, él al volante y yo a su lado. Salimos a la autopista con tráfico suelto y velocidad tranquila, y disfrutábamos del paisaje verde y abierto. Intercambiamos un par de frases sobre nada en particular. Se hizo un silencio, y yo esperaba que él abordase a su manera el tema que pensaba tratar conmigo.

Pero él no habló. Volvimos a hacer algún comentario intrascendente. Pero nada de temas serios, de consulta preparada, de preguntas profundas. Solo la carretera y el paisaje. Y los kilómetros que pasaban.

Casi me sentí defraudado de que no "aprovechara" él esos momentos en que me tenía a su disposición. Pero pronto comprendí su sabiduría. Su oferta había sido desinteresada. Me llevaba sin más, como un favor, y no pedía nada a cambio. No quería la respuesta a ninguna pregunta delicada, o mi opinión sobre un tema controvertido, y ni siquiera que le firmara un libro. Sencillamente me hacía el favor de llevarme en su coche. Me relajé y disfruté a gusto del paisaje.

Llegamos. Y se lo dije. Me contestó que no le había pasado por la cabeza aprovecharse de la ocasión. Le dije me había hecho un favor con llevarme, otro con no hacerme hablar, y otro con enseñarme a no pensar mal de la gente. Se despidió y no volví a verlo. Él había sido el verdadero director de aquel seminario.