Salmo 77, La historia de salvación

Autor: Padre Carlos G. Valles, S.J.

Web: Carlos G. Vallés

 

 

Conozco la historia, Señor, y sé la lección que nos enseña. Sé que la marcha de tu pueblo escogido de Egipto a Canaán es diseño y figura de mi propia vida de nacimiento a muerte, y ahora vuelvo a vivir esa historia en mi corazón y me voy reconociendo en mi propia travesía del desierto.

La historia es un romance, y el romance tiene un tema y un estribillo. El tema es tu bondad y tu poder en ayudar a tu pueblo; y el estribillo es la ingratitud del pueblo que, en cuanto recibe un nuevo favor, encuentra una nueva queja, duda de tu poder y se declara en rebeldía. ¿Aprenderé, por fin, yo también la lección?

Hizo portentos a vista de sus padres,
en el país de Egipto, en el campo de Soán:
hendió el mar para abrirles paso,
sujetando las aguas como muros;
los guiaba de día con una nube,
de noche con el resplandor del fuego.


Esos portentos bastaban para fundar la fe de un pueblo para siempre. Sin embargo, su efecto no duró mucho. Sí, Dios nos ha sacado de Egipto; pero ¿podrá darnos agua en el desierto?

Hendió la roca en el desierto
y les dio a beber raudales de agua;
sacó arroyos de la peña,
hizo correr las aguas como ríos.


Nuevas maravillas para robustecer la fe. Y, sin embargo, nuevas dudas y nuevas quejas. Sí, nos ha dado agua; pero ¿podrá darnos pan?, ¿podrá darnos a comer carne en el desierto?

El hirió la roca, brotó el agua
y desbordaron los torrentes;
pero, ¿podrá también darnos pan,
proveer de carne a su pueblo?


Dios hizo llover sobre ellos maná,
les dio un trigo celeste,
y el hombre comió pan de los ángeles;
les mandó provisiones hasta la hartura.

Hizo soplar desde el cielo el Levante
y dirigió con fuerza el viento Sur:
hizo llover carne como una polvareda,
y volátiles como arena del mar;
los hizo caer en mitad del campamento,
alrededor de sus tiendas.
Ellos comieron y se hartaron:
así satisfizo él su avidez.

Sin embargo ellos siguieron quejándose,
con la comida aún en la boca.


Esa es la historia de la veleidad de Israel. Portento tras portento: queja tras queja. Fe pasajera que creía un instante, para dudar otra vez el siguiente. Pueblo de dura cerviz, eternamente cerrado ante el poder y la protección de Dios que cada día veían y cada día olvidaban.

Y, con todo, volvieron a pecar
y no dieron fe a sus milagros.
Su corazón no era sincero con él,
ni eran fieles a su alianza.

¡Que rebeldes fueron en el desierto,
enojando a Dios en la estepa!
Volvían a tentar a Dios,
a irritar al Santo de Israel,
sin acordarse de aquella mano
que un día los rescató de la opresión.


Triste historia de un pueblo rebelde. Y triste historia de mi propia alma. ¿No he visto yo en mi vida tu poder, tu protección, tu providencia? ¿No te he visto actuar yo en mi historia personal, Señor, desde el milagro del nacimiento, a través de la maravilla de la juventud, hasta la plenitud de mi edad madura? ¿No me has rescatado tú de mil peligros? ¿No me has alimentado con tu gracia en mi alma y energía en mi cuerpo? ¿No me has hecho sentir tantas veces la belleza de la creación y la alegría de vivir? ¿No has demostrado tú hasta la saciedad que eres mi amigo, mi protector, mi padre y mi Dios?

Y, sin embargo, yo dudo. Me olvido, me enfado, me quejo, me desespero. Sí, me has dado libertad, pero ¿puedes darme agua? ¿Puedes darme pan? ¿Puedes darme carne? Me has llamado a la vida del espíritu, pero ¿puedes enseñarme a orar? ¿Puedes llevarme a la contemplación? ¿Puedes corregir mis vicios? ¿Puedes controlar mis pasiones? ¿Puedes evitar mis depresiones? ¿Puedes darme fe? ¿Puedes darme felicidad?

A cada favor tuyo le sigue una queja mía. Cada nuevo despliegue de tu poder me lleva a una nueva duda. Hasta ahora me has sacado adelante, pero ¿podrás sacarme en el futuro? Has hecho mucho, pero ¿podrás hacerlo todo? ¿Podrás hacerme de veras ferviente, libre, comprometido, entregado, espiritual, alegre, feliz? ¿Podrás? Y si es verdad que puedes, ¿por qué no lo muestras ahora y me transformas de una vez en esa persona ejemplar y radiante con que sueño ser?

Él sentía lástima,
perdonaba la culpa y no los destruía;
una y otra vez reprimió su cólera
y no despertaba todo su furor,
acordándose de que eran de carne,
un aliento fugaz que no torna.

Los hizo entrar por las santas fronteras
hasta el monte que su diestra había adquirido;
ante ellos rechazó a las naciones,
les asignó por suerte su heredad;
instaló en sus tiendas a las tribus de Israel.


La historia de la salvación tiene un final feliz. Permíteme anticipar esa felicidad en mi vida, Señor.